El dictador nicaragüense Daniel Ortega continúa reprimiendo despiadadamente a la Iglesia Católica como institución, a prelados y feligreses, en un país donde el 50 % de la población profesa esa religión.
Hace poco deportó al presidente de la Conferencia Episcopal, obispo Carlos Herrera, el tercero que sufre esa sanción ilegal. Antes, desterró a los monseñores Isidro Mora y Rolando Álvarez, de las diócesis de Siuna y Matagalpa, respectivamente, al obispo auxiliar de Managua, y expulsó al nuncio apostólico, monseñor Waldemar Stanislaw Sommertag, con el argumento de que el Vaticano “era parte del conglomerado fascista”.
Desde 2018, 75 clérigos han sido apresados, 35 despojados de su nacionalidad y 245 obligados a exiliarse o extrañados del país centroamericano.
En ese sórdido contexto, recordemos la inexplicable expulsión de las monjas de la orden Misioneras de la Caridad, fundada por la Madre Teresa de Calcuta, que mantenían una guardería para niños abandonados y un asilo de ancianos indigentes, así como la confiscación del monasterio de monjas trapenses, que tuvieron que trasladarse a Panamá.
Radios y medios de comunicación católicos clausurados y sus equipos confiscados por el gobierno, al igual que las cuentas bancarias de diversas congregaciones.
En su insana política retaliativa, el dictador ha prohibido más de 3,600 procesiones y, hace algunos días, impulsó una reforma constitucional estableciendo que “las organizaciones religiosas deben estar libres de todo control extranjero”, lo cual proyecta que se avecinan nuevas purgas.
La pregunta es: ¿por qué ese ataque sistemático? La respuesta es porque, desde los púlpitos y a través de la prensa, los sacerdotes protestaron por la brutal represión ejecutada por policías y paramilitares el 30 de mayo de 2018, Día de la Madre, fecha en que familias enteras participaron en una marcha contra el deplorable sistema de seguridad social, reuniendo en calles y plazas a medio millón de manifestantes.
Según la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos de la OEA, policías y paramilitares asesinaron a 212 personas, aunque otras entidades humanitarias elevan esa cifra a 325.
Muchos manifestantes se refugiaron en la catedral metropolitana de la Purísima Concepción y en otros templos al interior del país. Se registraron casos de soldados y mercenarios irrumpiendo pistola en mano en los templos para arrestar a quienes se escondieron en sus ambientes, hechos que provocaron la protesta de la Conferencia Episcopal de Nicaragua.
El sistema totalitario, sin embargo, continúa avanzando sin control. Recientemente, la Asamblea Legislativa ha aprobado varias reformas a su Carta Fundamental, que no existen en ningún país del mundo. La más llamativa es constituir un sistema de copresidentes (Ortega y su mujer Rosario Murillo), agregando que, si uno de los dos fallece, lo reemplaza un vicepresidente que designan y que, sin duda, será su sexto hijo, Laureano Ortega Murillo, un petimetre de 42 años que se exhibe con un Porsche de carrera 911 y lujosos relojes Rolex valuados entre 130 mil y 250 mil dólares.
La reforma constitucional, doce veces modificada desde 2007, que incluyó la reelección indefinida, ahora extiende el mandato del jefe de Estado de cinco a seis años e introduce la figura de los copresidentes, quienes coordinarán los órganos Legislativo, Judicial, Electoral, Gobiernos Municipales y Regionales, así como los sistemas de control y de fiscalización; es decir, replican el modelo norcoreano de la dinastía Kim.
La droga del poder ha pervertido a Ortega, un sandinista próximo a cumplir 80 años, que ha sido mandatario de 1980 a 1985 como jefe de Junta de Gobierno, electo en las urnas de 1985 a 1990 y desde 2007 a la fecha; un total de 27 años, que ahora pretende extender seis años más. Quienes se opongan son arrestados, muertos o se suman al éxodo de un millón de nicaragüenses que viven en el exterior.