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“LA INGENUIDAD EN TORNO A HITLER”

La condescendencia respecto a su figura conduce a un interrogante: ¿Cuál es la posición de Latinoamérica dentro de la civilización occidental? Artículo publicado en Página Siete de La Paz, Bolivia, a propósito de los elogios de Aníbal Torres a la política de infraestructura del genocida nazi

Por: Sergio Plaza Cerezo*

De forma casual, conocí en Lima (1997) a un personaje singular, que tenía unos 40 años  y pertenecía a una familia venida a menos de antiguos hacendados. No parecía ningún extremista. Recuerdo que este hombre era muy partidario de Fujimori; y, de repente, sin venir a cuento, hizo referencia a su admiración por Hitler,

Una noticia se ha extendido como reguero de pólvora. Aníbal Torres, primer ministro de Perú, ha elogiado la política de infraestructuras aplicada por Adolf Hitler, que, en su opinión, habría convertido a Alemania en la mayor potencia del mundo. De forma inmediata, las embajadas de Israel y Berlín en Lima han mostrado su rechazo a comentario tan poco afortunado.
Si escarbamos en la historia de los populismos sudamericanos, Juan D. Perón no escondió sus simpatías por el tercer Reich. Argentina se convirtió en destino principal de muchos nazis huidos de Europa; y la España de Franco fue ruta principal para cruzar el Atlántico. Otto Skorzeny, famoso oficial de las SS, vivió y murió en Madrid (1975) sin retractarse de su ideario.
El carácter periférico de Sudamérica, tierra de acogida para tantos inmigrantes; el alejamiento relativo frente a la II GM; y la existencia de dictadores como Stroessner favorecían que no se hicieran demasiadas preguntas a los nazis recién llegados. Su camuflaje era propiciado por la existencia de una diáspora con arraigo, formada por descendientes de colonos alemanes, desde Paraguay al sur de Chile y Brasil, pasando por las sierras de Córdoba en Argentina.
En Asunción (2002), mi familia y yo entramos a una relojería que parecía de otro tiempo, ubicada en pleno centro. Una conversación espontánea floreció; y vivimos un momento histórico. La dueña, perteneciente a la colectividad judía, era superviviente de Auschwitz, donde había perdido a gran parte de su familia. Como tenía parientes en Brasil, todo su anhelo tras la II GM consistió en alcanzar Sudamérica, tierra de promisión. Finalmente, se estableció en Paraguay. Esta señora mayor nos relató cómo un cliente entró un día en aquel comercio. La mujer le reconoció por sus manos; y dio un grito. El hombre salió corriendo: se trataba del tétrico doctor Josef Mengele, apodado el “ángel de la muerte”.
El conocimiento de la ciudadanía sobre la maldad de Hitler y su régimen político, con el deseo manifiesto de evitar la repetición de genocidios, forma parte tanto de la memoria histórica como del imaginario colectivo de Occidente. Una cuestión de pedagogía, cultura general y espíritu democrático.
En mis viajes por América Latina, la ingenuidad de ciertos segmentos de la ciudadanía respecto a lo que Hitler significó no dejaba de asombrarme; y tengo varias anécdotas al respecto. Hace bastantes años, yo visitaba Bogotá, la capital de una Colombia democrática y sensibilizada ante los derechos humanos, dentro del laberinto marcado por la violencia. La revista dominical de uno de los principales diarios nacionales entrevistaba a un funcionario. Según creo recordar, se trataba de uno de los responsables de la seguridad personal del entonces presidente. En el texto, aparecía una pregunta que es lugar común: “¿cuál es su personaje histórico favorito?”. Hitler fue la respuesta contundente.
De forma casual, conocí en Lima (1997) a un personaje singular, que tenía unos 40 años  y pertenecía a una familia venida a menos de antiguos hacendados. No parecía ningún extremista. Recuerdo que este hombre era muy partidario de Fujimori; y, de repente, sin venir a cuento, hizo referencia a su admiración por Hitler, en los mismos términos que el personaje referido con anterioridad.
En 2012, accedí a un restaurante alemán ubicado en el centro de Valparaíso; y eché un vistazo a la decoración. Un aparador con vitrina almacenaba objetos de coleccionismo; y algo llamó mi atención en el centro del estante principal: a modo de altar, aparecían entronizadas las fotografías de Hitler y  Pinochet. Tampoco he olvidado el cartelón donde figuraba el nombre de una farmacia de Tegucigalpa (2004): “El Führer”. Cuando llegabas a Latinoamérica desde Europa, estas actitudes e instantáneas resultaban chocantes.
En 1986, realicé un curso de verano para mejorar mi inglés en la ciudad británica de Penzance. Un alumno era un joven musulmán muy simpático de Gambia, emparentado con un presidente de su país. En una de las clases, el profesor sacó a colación el tema de Hitler. Los restantes compañeros y yo -todos europeos- no dábamos crédito: el muchacho africano, que estudiaba en Arabia Saudita, apenas sabía quién era el líder autoritario y criminal de la Alemania nazi. Su formación en un país islámico muy cerrado le alejaba de Occidente.
En la reciente campaña electoral de Chile, se filtró un dato sobre Juan Antonio Kast, candidato derrotado en la segunda vuelta de las presidenciales: la posible pertenencia de su padre, quien fuera oficial del ejército alemán, al Partido Nacionalsocialista. Los hijos no deben pagar por las culpas de sus progenitores, pero dicha información inquietaba: Kast aparecía, aunque fuera de forma subliminal, como heredero del pinochetismo, al que le unían lazos familiares, con una agenda política escorada a la extrema derecha.
La ingenuidad o condescendencia respecto a la figura de Hitler conduce a un interrogante: ¿Cuál es la posición de Latinoamérica dentro de la civilización occidental? Un tema que ha sido objeto de debate. El politólogo de Harvard Samuel Huntington planteaba que esta región se encuentra próxima a Occidente, pero no quedaría incluida de pleno en dicho agregado. La herencia de cierta tradición de usos autoritarios marcaría la diferencia. Desde el enfado con dicha tesis, el escritor mexicano Carlos Fuentes recordaba que las raíces democráticas de los concejos medievales de Castilla eran tan legítimas como la Carta Magna de Inglaterra.
En su obra España invertebrada, Ortega y Gasset argumentaba cómo el auténtico feudalismo, propio de Francia o Alemania, quedó muy aminorado en España. Los reyes de Castilla ofrecían prebendas y privilegios a los repobladores dispuestos a establecerse en áreas fronterizas con territorios bajo dominio islámico. Sin embargo, no olvidemos que, vía sincretismo cultural, el fenómeno del caudillaje, incorporado por los populismos latinoamericanos, lleva impresa la raíz árabe.
Además, a medida que los monarcas cristianos expandían las lindes de sus dominios hacia el sur, el poder ascendente de la aristocracia tuvo como correlato un recorte en libertades y poderes de los municipios.
Así, la vena autoritaria ha estado más marcada en la parte meridional de la Península Ibérica que en un norte más igualitario. Y la Hispanoamérica criolla primigenia fue, ante todo, proyección de Andalucía. Los acentos del español hablado en el continente así lo atestiguan. En cualquier caso, considero que América Latina sí constituye una parte consustancial de Occidente. Sin embargo, su posición periférica explica, en parte, fenómenos como las declaraciones inapropiadas de Torres sobre la memoria de  Hitler.

*Sergio Plaza Cerezo Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid

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