En esencia, el sistema constituye un soporte del derecho humanitario, pero también de la institucionalidad democrática.
De tiempo en tiempo escuchamos voces apremiantes que plantean que nuestro país se retire del Sistema Interamericano de Protección a los Derechos Humanos, producto de dos tratados internacionales, la Convención Americana y la Carta de la OEA.
El propósito de los peticionarios es desvincular al Perú de la Comisión (con sede en Washington) y la Corte (con sede en San José, Costa Rica).
Para hacerlo, empero, no basta con una determinación del Poder Ejecutivo, sino que requiere la aprobación del Parlamento, como precisa el artículo 57 de la Carta Fundamental.
La Corte está conformada por siete juristas propuestos a la Asamblea General por los propios Estados miembros, que cumplen funciones durante un periodo de seis años, pudiendo ser reelectos una vez más.
Recordemos, ab initio, que la Convención (cuerpo legislativo de 82 artículos) consagra como principios rectores el derecho a la vida, que incluye la abolición de la pena de muerte, el resguardo a la integridad de las personas y que nadie pueda ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Asimismo, prohíbe la esclavitud o servidumbre y los trabajos forzados, afirmando el derecho a la libertad personal, de pensamiento y expresión, de reunión y asociación con fines ideológicos, religiosos, políticos, económicos, laborales, sociales, culturales, deportivos, o de cualquier otra índole.
En ese contexto, se establece que nadie puede ser detenido o encarcelado sin mandato de un juez competente y que un inculpado se presume inocente mientras no se determine legalmente su culpabilidad.
Sin embargo, de prosperar esa petición, la Corte continuará pronunciándose sobre todos los casos que se encuentran en cartera – que suman 53 en fase de supervisión de sentencia y 8 en trámite- así como sobre aquellos que se presenten hasta un año después de la fecha de retiro.
Lo que ocurre – y explica el rechazo colectivo – es que la Corte, excediendo su competencia, ha solicitado la derogatoria de la Ley de Amnistía aprobada por el Congreso de la República y el Poder Ejecutivo, una decisión errada e inaceptable porque esa entidad supranacional no puede opinar o pronunciarse sobre asuntos de competencia interna y soberana del Perú.
Lo que debería hacer la Cancillería, en consecuencia, es cursar una nota diplomática de protesta ante el Consejo Permanente de la OEA, integrada por 32 embajadores acreditados en Washington; y, al mismo tiempo, apelando al artículo 76 de la Convención, proponer enmiendas para precisar los alcances de la competencia del órgano jurisdiccional.
En ese contexto, debemos recordar que sólo dos gobiernos, ambos dictatoriales, se han retirado de la OEA y de la Convención: la satrapía de Nicaragua, abandonó el organismo hemisférico el 19 de noviembre del 2023 y Venezuela en abril del 2017. Trinidad Tobago, por su parte, se excluyó el 26 de mayo de 1999 porque su legislación contempla la pena de muerte en casos de asesinatos, sanción extrema no considerada en el Pacto de San José.
En esencia, el sistema constituye un soporte del derecho humanitario, pero también de la institucionalidad democrática.
Afectar esas fortalezas sólo conduce al autoritarismo y a la desprotección de los ciudadanos, código de conducta política propio de regímenes totalitarios. Más bien, debería establecerse sanciones a los gobiernos que infrinjan estas normas para que no accedan a fondos de los organismos multilaterales de crédito y a la cooperación internacional.