Nueve meses bastan para sembrar estabilidad, confianza y esperanza. Si logra eso, habrá hecho más que gobernar: habrá servido a la República.
El flamante presidente interino del Perú, denominación prevista en la Ley 27375, asume el más breve y delicado de los encargos: conducir la Nación durante nueve meses que serán decisivos para el futuro republicano. No es tiempo entonces para improvisar ni buscar aplausos, sino para gobernar con entereza, técnica y sentido histórico. El país tampoco espera milagros, sino rumbo claro.
Su primera obligación será preservar la estabilidad macroeconómica, ese cimiento que ha permitido al Perú resistir pandemias y crisis políticas sucesivas. No tocar los pilares que sostienen la confianza —autonomía del Banco Central, disciplina fiscal, apertura comercial— es esencial. Pero la estabilidad no puede ser excusa para la indiferencia social: oriente el gasto hacia salud, seguridad y educación, tres urgencias nacionales. Los mercados valoran el orden; los ciudadanos, la justicia. Impulse los proyectos de infraestructura ya encaminados, sin entrar en obras faraónicas que no podrá culminar.
Segundo, asegurar elecciones limpias y transparentes. No hay democracia sin legitimidad electoral. Garantice un proceso sin interferencias, con neutralidad del Ejecutivo y respeto absoluto a los organismos electorales. Entregue un país en calma y con reglas claras, porque el mayor legado de un gobierno de transición es que nadie dude de su neutralidad.
Tercero, enfrente personalmente con firmeza y rigor la inseguridad. El Perú vive una ola delictiva sin precedentes: extorsiones, sicariato, crimen organizado. No se trata de militarizar las calles, sino de profesionalizar la Policía Nacional del Perú, fortalecer la inteligencia y control territorial para devolverle autoridad al Estado. Devuelva a las unidades especializadas su función real: investigar y capturar a las bancas criminales. La reducción de los niveles de inseguridad será la medida inmediata de éxito para todos los peruanos.
Cuarto, elija un gabinete puramente técnico, libre de amiguismos y compromisos con el Congreso. Porque en un gobierno de transición la lealtad al Estado de derecho no se mide por afinidades políticas, sino por competencia, ética y capacidad para servir al país, dejando de lado los intereses personales.
Por último, recuerde que la grandeza de un estadista se mide por su capacidad de unir. No gobierne desde el cálculo, sino desde el equilibrio. Escuche a la historia, decida con solidez y comunique con claridad. La historia no recordará sus discursos, sino los gestos de prudencia y decoro con que cierre este ciclo.
Nueve meses bastan para sembrar estabilidad, confianza y esperanza. Si logra eso, habrá hecho más que gobernar: habrá servido a la República.