El Perú no puede soportar más improvisaciones ni proyectos personales disfrazados de programas de gobierno.
La vacancia presidencial del jueves 10 de octubre de 2025 ha vuelto a poner en evidencia la inestabilidad de nuestro sistema político y la profunda desconexión entre la clase dirigente y la ciudadanía. En medio de un país fatigado por los constantes sobresaltos políticos, ser Presidente del Perú hoy significa asumir no solo un cargo, sino una inmensa responsabilidad moral ante millones de peruanos que ya no creen en sus gobernantes.
Esta fragilidad no es casual. Es el resultado de décadas de medias reformas: tenemos demasiados partidos pequeños que no duran y no logran trabajar juntos, un sistema de vacancia que convierte al Congreso en juez político permanente, y una cultura del transfuguismo donde los parlamentarios responden más a sus intereses que a sus electores. A esto se suma una economía que, pese a crecer en cifras macro, deja atrás a millones en la informalidad o la precariedad y a ello se suma un creciente problema de inseguridad ciudadana que nos ha puesto al borde del abismo.
El nuevo contexto exige un liderazgo que vaya más allá de la simple administración del poder. Ser presidente ahora es, sobre todo, un acto de reconciliación nacional. Es tender puentes entre sectores enfrentados, entre regiones históricamente olvidadas y un Estado que ha perdido legitimidad. El Perú no necesita un caudillo ni un salvador; necesita un conductor capaz de escuchar, dialogar y construir confianza en las instituciones.
Solo la buena voluntad no basta. El presidente de turno deberá impulsar reformas concretas: limitar la figura de la vacancia por «incapacidad moral permanente» para evitar su uso político, promover una reforma electoral que fortalezca los partidos y sancione el transfuguismo, y garantizar presupuestos plurianuales que protejan las políticas de Estado de los vaivenes políticos. Sin estos cambios estructurales, cualquier llamado a la estabilidad será efímero.
En lo económico, el desafío es claro: crear empleo formal, reducir la informalidad que alcanza al 80% de los trabajadores, y aliviar el impacto del costo de vida mediante políticas focalizadas en alimentación, transporte y salud. Esto requiere una coordinación efectiva entre el Ejecutivo, los gobiernos regionales y el sector privado, algo que las crisis políticas han impedido sistemáticamente.
Ser presidente hoy también significa restablecer la autoridad democrática sin autoritarismo. Esto implica respetar la autonomía del Poder Judicial y del Ministerio Público, blindarlos de presiones políticas y asegurar que la lucha anticorrupción no se convierta en arma partidaria. La ley debe aplicarse sin privilegios, comenzando por los propios gobernantes.
Gobernar en este contexto no es imponer, sino persuadir. No es dividir, sino construir mayorías parlamentarias estables. No es hablar, sino escuchar a una ciudadanía que ha expresado su hartazgo en las calles, en las encuestas y en la desafección electoral. La firmeza debe aplicarse contra los intereses que bloquean el cambio; la sensibilidad, para entender el sufrimiento de los más vulnerables.
Es cierto que no todos los conflictos pueden resolverse con consenso. Hay tensiones legítimas entre modelos de desarrollo, entre centralismo y descentralización, entre extracción de recursos y protección ambiental. El rol del presidente no es eliminar estos debates, sino institucionalizarlos: que se resuelvan en el Congreso, en los gobiernos regionales y en mesas de diálogo, no en las calles ni en las redes sociales.
Quien hoy ocupa el sillón de Pizarro deberá actuar con una conciencia histórica clara, que busque restaurar la fe en la democracia o contribuirá a enterrarla. La responsabilidad es enorme y el tiempo, escaso. El Perú no puede soportar más improvisaciones ni proyectos personales disfrazados de programas de gobierno.
Ser presidente, en este nuevo escenario, es servir al país con humildad y visión. Es aceptar que la figura presidencial, por sí sola, no puede salvar al país, pero sí puede liderar un esfuerzo colectivo de reconstrucción institucional. El verdadero poder no está en mandar, sino en construir acuerdos que sobrevivan al gobierno de turno.
Solo así, con coraje, coherencia y reformas efectivas, podrá iniciarse una nueva etapa donde la estabilidad política no sea un sueño, sino una realidad construida entre todos los peruanos: gobierno, Congreso, partidos, empresarios, trabajadores y sociedad civil. La tarea es de todos, pero el liderazgo debe venir de Palacio.