Maduro no es un jefe de Estado. Es, más apropiadamente, dicho con mayor sindéresis, jefe de una organización criminal, similar a la banda del Tren de Aragua, pero con mucho más poder, número de asesinatos y dinero.
Así debemos calificar a un sujeto que ha matado, secuestrado, encarcelado y torturado a miles de personas. Que, asimismo, provocó el humillante éxodo de 8 millones de sus compatriotas; número que será mayor en los próximos meses por el escandaloso fraude electoral contra el candidato Edmundo González Urrutia, que ganó con 70% de votos.
Para no reconocer su derrota, el régimen ordenó al pomposamente llamado Tribunal Supremo Electoral, constituido por ujieres togados, no publicar las actas, porque, de hacerlo, quedaría demostrada la derrota oficialista.
Quienes salieron a manifestarse pacíficamente en las calles fueron brutalmente reprimidos, con un saldo –por ahora– de 27 muertos y 2,300 detenidos.
La situación ha sido (y es) tan grave que González Urrutia tuvo que exiliarse en España. Lo hizo porque el fiscal general, Tarek Saab, dispuso su detención. Recordemos en esta breve crónica que Saab es un siniestro personaje que no puede ingresar a Estados Unidos y Europa por vinculaciones con redes terroristas, que incluyen a Hezbollah.
Sobre esta trágica historia, agregamos que el domicilio de González Urrutia fue rodeado por agentes del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), al mismo tiempo que su esposa, hijos y familiares recibían mensajes intimidatorios, incluyendo amenazas de muerte.
De estas aberrantes prácticas del aparato chavista dan cuenta informes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, los fiscales de la Corte Penal Internacional, escalofriantes reportes de la OEA y de la Unión Europea, así como todas las organizaciones humanitarias.
Pero es tiempo de reflexionar sobre el papel de los gobiernos que respaldan esa satrapía.
Cuba, sin duda, es su mayor aliado, proveyéndoles de inteligencia, contrainteligencia y asesoría política a cambio de recibir petróleo barato o regalado, estimándose en 20 mil efectivos de la Isla camuflados como profesores y personal de salud.
Igualmente, Nicaragua, gobernada por un psicópata que carga sobre sus espaldas 350 asesinatos, que confisca monasterios, asalta templos, clausura medios de prensa y deporta a docenas de personas, previo retiro de su nacionalidad; actos de barbarie que han provocado el éxodo de 935 mil nicaragüenses, de acuerdo con cifras oficiales de las Naciones Unidas (ACNUR).
Un tercer apoyo del chavismo es Bolivia, país donde el presidente Luis Arce y Evo Morales se disputan el poder a dentelladas, acusándose mutuamente de narcotraficantes y corruptos.
Este duelo entre cártel y tirifilos andinos ocurre en circunstancias en que padecen una gravísima crisis económica, con escasez de dólares y combustibles, lo que provocaría que un millón de ellos se trasladen al Perú.
Otro socio de Maduro es Honduras, cuya gobernante, Xiomara Castro, es una fanática chavista.
Pero la situación es más compleja considerando que Maduro cuenta con respaldo de potencias extracontinentales.
En primer lugar, de Rusia, que los provee de armamento y otorga generosos préstamos; a cambio, Maduro, en señal de sumisión, ha ofrecido territorio para el entrenamiento de militares.
Otros aliados son China, Irán y Corea del Norte, así como partidos comunistas y de extrema izquierda del hemisferio. En nuestro país, por ejemplo, Vladimir Cerrón y 25 legisladores de Perú Libre sostienen, sin ningún rubor, que las elecciones presidenciales fueron transparentes y que Maduro resultó vencedor por amplia mayoría. Inclusive, varios legisladores de ese bloque viajaron invitados en calidad de “observadores”; a su retorno a Lima, retribuyeron los pasajes, hoteles, automóviles y finas atenciones, aplaudiendo la farsa electoral.
Exiliado el presidente electo, es tiempo que el gobierno peruano lo reconozca en esa calidad, por razones de deontología diplomática, salvo que la señora mandataria tema la volcánica furia de Cerrón y de congresistas de izquierda