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CABEZAS DE RATÓN

Por: César Campos R.

Una de las perversidades más afirmadas del gobierno de Alberto Fujimori fue la prédica anti partidos, sobre todo en la etapa 1992-2000 tras el autogolpe.

Tributario de una expresión política amorfa, sin doctrina ni objetivos claros llamada Cambio 90 y con la humilde expectativa de llegar solo al senado (amparado en la normatividad de entonces que permitía postular simultáneamente a la presidencia de la república y a la cámara alta), el ex rector de la Universidad Agraria, ya portador de la banda presidencial,  supo sacar provecho populista del desencanto ciudadano con las organizaciones partidarias conocidas hasta entonces, propiciando la atomización del sistema en vez de fortalecerlo mediante reformas democratizadoras entre quienes lo integraban.

La captura del líder senderista Abimael Guzmán, la imposición de la “cultura combi” (término acuñado por Fernando Rospigliosi, hoy congresista de Fuerza Popular) y la lenta siembra del modelo económico abierto – miel en los labios de la gran empresa y la mayoría de medios de comunicación – le dieron el paraguas de la indiferencia ciudadana a su iniciativa de equiparar los partidos de naturaleza nacional con movimientos locales, plasmada en el artículo 35° de la Constitución de 1993. En paralelo, laxó las reglas para constituir tales partidos y de esa manera sacó adelante el festival de organizaciones fujimoristas con distintos apellidos: a Cambio 90 y Nueva Mayoría, se sumaron Vamos Vecino, Sí Cumple y Perú 2000. Las cinco agrupaciones formaron una “alianza” para postularlo a la primera magistratura al finalizar el siglo veinte.

Esa es historia. Hoy el fujimorismo, junto a Alianza para el Progreso de César Acuña, abdica del escenario que forjó hace 30 años y ha impulsado una reforma constitucional que concede a los partidos de alcance nacional la exclusividad de postular a los cargos públicos, dejando colgados de la brocha a 84 movimientos regionales inscritos y a 23 en proceso de registro.

En teoría, la propuesta es positiva porque restituye el desafío de los partidos nacionales para enriquecer su oferta política al interior del país, promoviendo el alineamiento ciudadano tras principios ideológicos generales y convocándolo a pugnar espacios dentro de ellos. Además, exigiendo el respeto democrático a las victorias y derrotas, ajenos a la tentación caudillista de la opción propia. Esto último, el caudillismo, es el mal endémico del Perú que todavía no desaparece y, por el contrario, se afianza en todas las esferas del quehacer público, en desmedro de la institucionalidad.

Sin embargo, todavía hace falta mejorar la dinámica de esos partidos nacionales para que la arbitrariedad de las cúpulas vea reducida su discrecionalidad y aumente más bien las áreas del debate interno, el respeto general a las decisiones adoptadas por la mayoría y dar por sentadas las tendencias como las tienen todos los antiguos y sólidos partidos del mundo.

Lo que debe morir es la atomización del liderazgo y la vocería políticas colocados en verdaderas cabezas de ratón la cual convierte en una torre de Babel nuestra dañada república.

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