En momentos que el sátrapa Nicolás Maduro es repudiado en su país y el exterior por haber perpetrado un escandaloso fraude electoral, su aliado nicaragüense, Daniel Ortega, arresta once sacerdotes, continuando su política represiva contra la Iglesia Católica.
Recordemos que antes de la navidad del 2023 Ortega ordenó encarcelar al obispo Isidoro Mora, de la Diócesis de Siuna, operativo policiaco ejecutado al culminar una misa de confirmación de 230 niños y de rezar por la salud del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, al cumplirse 12 meses de la condena a 26 años de prisión impuesta por un juez servil a la dictadura.
El “delito” del prelado fue negarse a subir a un avión con otras 221 personas deportadas a Estados Unidos, a quienes previamente retiraron la nacionalidad.
Ante esa digna decisión, Ortega enfureció, tachando al sacerdote de “energúmeno” y “desquiciado” y al día siguiente fue encarcelado bajo el ominoso cargo de “traición a la patria”, privándolo de por vida de todos sus derechos ciudadanos.
Mayor infamia y perversión política, imposible.
Esos deplorables hechos sucedieron después de que el dictador centroamericano confiscó propiedades, monasterios y medios de prensa católicos, vejando a numerosos sacerdotes y deportando a las misioneras de la “Orden de la Caridad Madre Teresa de Calcuta”, que proveían de comida y medicinas a los más pobres.
Ortega también ha desterrado al obispo de Managua, Silvio Báez y al Nuncio Apostólico, monseñor Waldemar Stanislaw. Ante la protesta del Vaticano, el sátrapa tachó a los clérigos de “terroristas con sotana”, “delincuentes” y “golpistas”, agregando que el Sumo Pontífice era “jefe de una mafia que comete crímenes todos los días”; luego, suspendió relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
La abogada , en su libro “Nicaragua, una iglesia perseguida”, registra que 176 religiosos fueron expulsados o impedidos de ingresar al país; que las autoridades prohibieron la realización de 3,639 procesiones; que, en los eventos por Semana Santa, la policía reprimió brutalmente a creyentes y prelados; y que, desde el 2018, la Iglesia ha sufrido 740 ataques del aparato sandinista.
Ortega, sin embargo, continuó avanzando en su política rapaz: expulsó al Comité Internacional de la Cruz Roja, cerró 3,300 organizaciones no gubernamentales, incluyendo medios de comunicación independientes, entre ellos el emblemático diario La Prensa, que luchó contra el régimen del general Somoza.
Por esa causa su director, Pedro Joaquín Chamorro, fue asesinado y el 2012 la Asamblea Legislativa le otorgó el título de “Héroe Nacional, Mártir de las libertades Públicas”; ahora su esposa, la ex mandataria Violeta Barrios y su hijos Cristina, Carlos Fernando y Pedro, se encuentra exiliados y el periódico cerrado.
Esta tragedia humanitaria ha provocado que 720 mil nicaragüenses –10% de su población– emigre a Costa Rica porque se encuentran desamparados debido a que los gobiernos democráticos toleran con docilidad esos atropellos, manteniendo relaciones al más alto nivel con el régimen orteguista, a pesar que cometió 350 asesinatos en las protestas del 2018 y otras graves violaciones a los derechos humanos.
Peor aún, los embajadores del dictador comparten fiestas nacionales, agasajos y eventos con autoridades de los países donde se encuentran acreditados, legitimando, así, a un régimen criminal respaldado por Cuba, Nicaragua, Rusia, Corea del Norte, China e Irán; es decir, por otras satrapías.
El Vaticano, por su parte, no se atreve a excomulgar a este despreciable sujeto por su política anti religiosa, que recuerda trágicos episodios de la guerra cristera en México –de 1926 a 1929– , cuando miles de católicos tomaron las armas contra el gobierno de Plutarco Elías Calle, que los perseguía, muriendo, en ambos bandos, 250 mil personas.
En síntesis, Ortega, goza de licencia diplomática para asesinar, encarcelar, torturar y deportar a quien le venga en gana; el mismo estatus de impunidad de Cuba y Venezuela, tres caimanes de un mismo pozo.