(El Montonero).- Es evidente que se ha desatado una crisis de gobernabilidad en el gobierno de Dina Boluarte, después de casi dos años del golpe fallido de Pedro Castillo y las olas de violencia insurreccional que pretendieron quebrar el Estado de derecho para instalar una asamblea constituyente. La crisis de gobernabilidad en curso no ha sido causada por un movimiento o un sector político opositor –por más que las corrientes progresistas pretendan liderar el descontento social–, sino que es el resultado directo de la rabia, la desesperación y el temor de la sociedad frente a una ola criminal sin precedentes en la historia nacional.
Ni adelanto electoral ni anarquía institucional que genere vacío de poder
Un desborde del delito que se ha convertido en amenaza a la seguridad nacional y que, por lo tanto, demanda que una respuesta del Estado que concentre toda la inteligencia y la potencia de la fuerza, tal como alguna vez el Perú enfrentó las amenazas a la seguridad nacional de la hiperinflación de los ochenta y el control terrorista de Sendero Luminoso de cerca de un tercio del país.
Es incuestionable que en esta situación tiene la principal responsabilidad el gobierno de Dina Boluarte, sobre todo por no haber planteado una política de Estado que movilizara a todas las instituciones (Policía Nacional del Perú, Ministerio Público, Poder Judicial, municipios, serenazgos y sociedad en general) en función de objetivos de corto, mediano y largo plazo para contener la ola criminal.
En el contexto general de deterioro que amenaza a la propia seguridad nacional se hace indispensable el ingreso de las Fuerzas Armadas como protagonista de una estrategia civil e institucional integral. Recuperar el control territorial y de sectores económicos ganados para las economías criminales requiere, pues, la presencia militar.
Sin embargo, en medio de esta tragedia nacional, el progresismo, una vez más dejando en claro cualquier desvinculación con un criterio ético en política, pretende utilizar este escenario para desencadenar un adelanto general de elecciones. Y el progresismo pretende llevar agua para su molino no obstante que las judicializaciones y persecuciones judiciales en contra de los soldados y policías, que se han promovido incesantemente desde este sector en las últimas dos décadas, también explican la neutralización de las fuerzas de seguridad frente al avance criminal.
Ante esta situación casi estamos seguros de que el Estado peruano –más allá incluso del gobierno de Boluarte– encontrará la estrategia o la salida adecuada para movilizar a todas las instituciones estatales, a los municipios y al sector privado para contener la ola criminal, tal como alguna vez sucedió frente a la la amenaza terrorista de Sendero Luminoso y el golpe fallido de Castillo con el objeto de instalar una constituyente.
Sin embargo, cualquier salida de esta crisis de gobernabilidad causada por el desborde de la ola criminal, ante la falta de una política de Estado, tiene que desarrollarse preservando el Estado de derecho. Y preservar la institucionalidad significa enfrentar las tendencias anárquicas dentro de la propia institucionalidad del Estado.
Por ejemplo, es inaceptable que un sector de fiscales señale que no se aplicará la ley que establece que la investigación preliminar está a cargo de la Policía Nacional del Perú (PNP). No hay un solo precepto constitucional o legal que autorice a este sector de magistrados a actuar de esa manera. La anarquía institucional, de una u otra manera, terminará favoreciendo al desborde de la ola criminal.
Igualmente, vivir con una calculadora, en vez de un proyecto nacional, impulsa a un sector de las izquierdas a intentar representar la legítima ira de la gente contra la ola criminal con el objeto de adelantar las elecciones.
De concretarse semejante estrategia se crearía tal vacío de poder en el Estado y la sociedad que cualquier esfuerzo para contener el avance del crimen se postergaría hasta la instalación de un nuevo gobierno. Por ejemplo, las Fuerzas Armadas se resistirían a participar como actor en cualquier estrategia.
Pero lo más grave de todo es que, ante estos escenarios excepcionales, el avance del crimen organizado habría terminado derribando el cronograma constitucional, algo que ni siquiera se pudo materializar con el golpe fallido de Pedro Castillo.
Los peruanos de buena voluntad, entonces, tenemos el deber de imaginar una salida a la crisis de gobernabilidad preservando el Estado de derecho. No hay otra.