la prisión, más que un castigo al ciudadano, hoy es el retrato de una clase política incapaz de romper con el legado de corrupción que corroe al Estado.
La imagen es devastadora para la democracia peruana: Martín Vizcarra, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo, cuatro expresidentes de la República, recluidos en la misma cárcel de Barbadillo. No se trata de una banal coincidencia, sino de la confirmación de un patrón histórico que socava, día tras día, los cimientos de nuestra institucionalidad.
El fenómeno no es nuevo. La corrupción en el Perú tiene raíces profundas, tan antiguas como el propio Estado desde que el Perú es República. Desde los años de la independencia, pasando por la era del guano, el oncenio de Leguía y los gobiernos militares del siglo XX, los casos de malversación, enriquecimiento ilícito y uso patrimonialista del poder han sido constantes. Sin embargo, la acumulación reciente de expresidentes encarcelados evidencia una degradación sistémica: el ejercicio del poder presidencial se ha convertido en una licencia para delinquir.
La llegada de Toledo, Humala, Vizcarra y Castillo a la cárcel no es un hecho aislado. Es la consecuencia de un sistema político-electoral perverso en el que cabezas de partidos políticos, adláteres y aliados económicos usan el aparato gubernamental para beneficio propio. En el Perú, esta tendencia se combina con una subcultura política que normaliza la corrupción como parte del ejercicio del poder, y con instituciones débiles que no logran contenerla. Muchos políticos ya ni cuentan las múltiples denuncias por corrupción que arrastran, dejando que la prescripción haga su trabajo.
Lo más preocupante es la ausencia total de aprendizaje o efecto disuasivo, lo cual nos recuerda cada vez las palabras de Alfonso Quiroz en su libro “Historia de la Corrupción en el Perú”: «Las normas formales e informales son inexistentes, están distorsionadas o son inestables… la falta de disuasivos adecuados impide contener comportamientos oportunistas y despóticos…». Razón no le faltaba, porque ninguno de estos expresidentes, a pesar de los escándalos que antecedieron sus mandatos, aplicó medidas efectivas para prevenir la corrupción o blindar la gestión pública de las redes clientelares. Al contrario, cada uno reprodujo, adaptó o perfeccionó los mecanismos corruptos de sus predecesores.
Toledo, elegido como símbolo de la lucha contra el fujimorismo, terminó implicado en el mismo entramado de sobornos que derribó a otros líderes latinoamericanos. Humala, que prometió una “gran transformación”, acabó envuelto en financiamiento ilícito de campañas y su esposa prófuga en Brasil. Vizcarra, quien capitalizó el discurso anticorrupción, pasará cinco meses en prisión preventiva como consecuencia de la acusación fiscal por las coimas recibidas como gobernador. Castillo, el maestro rural que dijo representar al pueblo, se hundió en una maraña de contratos amañados y nombramientos irregulares.
Esta situación única en el mundo, de tener cuatro expresidentes en la cárcel, no debe ser tomada como orgullo para nuestro país. Por el contrario, deben llevarnos a una reflexión profunda de lo bajo que hemos caído en la democracia electiva que tenemos. Donde los ciudadanos votan, pero luego el presidente ejerce un poder casi absoluto, con escasos contrapesos efectivos, tanto del Congreso y partidos con los que se cogobierna. Las instituciones formales —Poder Judicial y organismos de control— existen, pero funcionan de manera reactiva, lenta y politizada, incapaces de prevenir los abusos mientras ocurren. La partidocracia, por su parte, no filtra adecuadamente la idoneidad de los candidatos, alejándose del mandato del art. 35 de la Constitución Política del Estado, permitiendo que lleguen al poder personajes con su mediocridad a cuestas, sin compromiso ético ni menos una visión de Estado.
El resultado es un círculo vicioso: presidentes que gobiernan para sus redes de poder, mandos medios que buscan acomodarse, corrupción que erosiona la legitimidad de las instituciones, y un electorado cada vez más desconfiado y desencantado, lo que abre la puerta a opciones populistas o autoritarias. El encarcelamiento de cuatro expresidentes en Barbadillo debería ser un punto de inflexión, pero corre el riesgo de convertirse simplemente en un capítulo más de nuestra larga historia de escándalos, si vemos que las próximas elecciones están plagadas de candidatos de todo pelaje, esperando su oportunidad para desfalcar al Estado.
Mientras la sociedad peruana no exija y construya mecanismos eficaces de control —filtro en las listas electorales, financiamiento transparente de los partidos políticos, fortalecimiento real del Ministerio Público y el Poder Judicial, y reformas profundas del sistema político—, Barbadillo seguirá albergando expresidentes. Porque la prisión, más que un castigo al ciudadano, hoy es el retrato de una clase política incapaz de romper con el legado de corrupción que corroe al Estado.