OPINIÓN/ “El poder del silencio: la sumisión que sostiene el caos aeronáutico en el Perú”
Escribe: Alexandre Ridoutt Agnoli

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El silencio institucional hoy actúa como colaborador del derrumbe. No basta mirar: se debe desobedecer la mediocridad, reconstruir el liderazgo técnico y recuperar la autoridad
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Hay épocas en las que los pueblos no se hunden por la maldad abierta, sino por la peligrosa comodidad de quienes, sabiendo lo que ocurre a su alrededor, eligen no intervenir. No es simple ignorancia ni una adhesión fervorosa a un discurso destructivo: es algo más ambiguo y silencioso, una obediencia sin culpa, un consentimiento disfrazado de neutralidad. Es el orden que se mantiene no porque haya justicia, sino porque existe miedo a perturbar lo establecido. Es la paz de los temerosos.
En estas épocas, el miedo y la estupidez no gritan ni alzan banderas; simplemente se acomodan. Se vuelven una forma de vida normalizada: se evita pensar demasiado para no incomodarse, se repiten frases hechas como salvavidas de pertenencia, se hablan los temas permitidos y se callan aquellos que exigen valentía moral.
Quien ve al jefe ignorante, prepotente o injusto actuar y no lo denuncia, se traga la conciencia con la misma naturalidad con la que bebe el café de la mañana.
Quien sabe que se atropella al verdadero profesional y no mueve un dedo para protegerlo, se convence de que callar es prudencia. Y así, poco a poco, la pasividad se disfraza de virtud y la cobardía se eleva a sensatez, hasta que el silencio se vuelve norma y la obediencia, cultura.
Algunos incluso creen que la inacción los exime de responsabilidad, que solo los que actúan son juzgables, no los que observan desde la distancia. Se refugian en frases como “yo no tengo pruebas”, “no me compete”, “yo no puedo cambiar nada”, “ya habrá tiempo para preocuparse”. No ven que, con el silencio, en estas dos décadas, se han vuelto más pequeños, más domesticados, más maleables para cualquier poder que desee instrumentalizarlos.
Nadie se declara culpable por callar. Nadie se siente cómplice por obedecer, aunque sepa que lo que obedece es injusto o no está bien. Pero en esa aparente inocencia nace una de las formas más peligrosas de fractura moral: el ciudadano deja de ser sujeto ético para convertirse en sujeto disponible, moldeable, incapaz de resistir la corriente dominante, aunque esta lo arrastre hacia el abismo.
Y hay que ver con qué facilidad se protegen entre ellos: los mismos nombres que hoy ocupan cargos en una institución aparecen mañana en otra, rotando por todo el aparato estatal y llenando sus hojas de vida con títulos rimbombantes, aunque los resultados de su gestión sean inertes, fallidos o francamente desastrosos. Es el reciclaje perfecto de la mediocridad con sello oficial
En ese escenario histórico y psicológico surge la figura de Dietrich Bonhoeffer, no como un juez severo que condena desde una torre de pureza, sino como alguien que vivió desde dentro ese deterioro moral colectivo y se preguntó: ¿cómo puede una sociedad entera actuar a favor del mal sin que todos se hayan vuelto malvados? Su respuesta no fue una teoría abstracta, sino una reflexión nacida en la oscuridad de una celda.
Allí, entre los ecos de una nación que obedecía sin pensar y repetía sin cuestionar, Bonhoeffer descubrió una fuerza corrosiva que actuaba no desde la inteligencia del mal, sino desde la renuncia al juicio moral: la estupidez moral.
La autoridad técnica que no ejerce autoridad
El sector aeronáutico peruano no está exento de esta dinámica. En los diferentes artículos que he publicado en Guik.pe por citar algunos ejemplos: “La última jugada del director de la DGAC: una maniobra para salvar su imagen en medio del derrumbe”, “El cambio que no cambia: cómo la DGAC blanquea una gestión cuestionada” o “La paradoja del Plan de Emergencia: ¿pueden los responsables de la crisis liderar la reforma del sistema aeronáutico peruano?” he señalado que la Dirección General de Aeronáutica Civil (DGAC) ha perdido su independencia técnica, su autoridad moral y su capacidad de planificación libre de intereses privados o políticos.
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La designación acelerada de cargos clave en la DGAC justo antes de un cambio ministerial, mediante las Resoluciones Ministeriales 723, 724 y 725-2025-MTC/01, evidenció un intento de “blindaje” político más que de renovación institucional.
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La ausencia del director de la DGAC en el 110.º aniversario del Aeroclub del Perú, en el homenaje al héroe nacional Jorge Chávez y, más recientemente, en el II Congreso Internacional de Seguridad Operacional y Factores Humanos, no fue un simple descuido protocolar: fue un gesto que simbolizó su desconexión con el sector y su falta de liderazgo real.
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La caída en la captación regulatoria, la subordinación a presiones políticas y empresariales, y la firma de convenios complacientes se reflejan claramente en hechos como la incorporación de la Tarifa Unificada de Uso de Aeropuerto (TUUA) de transferencia en una adenda aprobada de manera irregular en 2013, acto que consolidó un esquema tarifario lesivo para los usuarios y favorable al concesionario, tal como analicé en “La tarifa de transferencia: el abuso que desnuda a un Estado capturado.”
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La crítica a la concesión de la quinta libertad a Chile, y a cómo las reformas no llegan precisamente por la falta de un cambio real de liderazgo, fue desarrollada en mi artículo “Veinte años regalando el cielo: el daño oculto de la quinta libertad otorgada a Chile”, donde se evidencia que los mismos actores que causaron el deterioro del sistema continúan administrándolo bajo nuevos nombres y viejos hábitos.
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El proyecto del aeropuerto de Chinchero, cuya inviable planificación técnica fue analizada en “Chinchero: la trigonometría demuestra que el proyecto es inviable.”
