El affaire Chibolín tiene para rato. No es cortina de humo y las investigaciones deben llegar hasta las últimas consecuencias.
Bien dicen los de ojos avizores y quienes, como la congresista Rosangella Barbarán, requerida con un pago de 1,000 dólares para figurar en el esperpéntico programa semanal del susodicho cuando ella era candidata –lo que rechazó dignamente–, que ya experimentaron las uñas largas del conductor de televisión Andrés Hurtado (a) “Chibolín”. Apenas se está abriendo al conocimiento público su dilatado prontuario y modus operandi mafioso en torno a los grandes protagonistas del poder en el Perú.
Aspirantes presidenciales, ministros, parlamentarios, alcaldes, jueces, fiscales, funcionarios, comunicadores, deportistas, empresarios truchos. Una amplia gama social nativa sucumbió a los supuestos encantos de tremendo sinvergüenza, creyendo que su impunidad estaba garantizada a perpetuidad y que haber evitado la cárcel por acciones de proxenetismo lo fortalecía en vez de pulverizarlo.
La vista gorda que se hacía en todo lo relacionado con Hurtado ha sido grande, a cambio de la promoción que él ofrecía en las pantallas de televisión y en los espectáculos de plazuela, así como el dinero fácil. La extendida creencia de que la popularidad o la plata en sobres bien valían la pena, solo otorgando crédito a un atorrante de impronta delincuencial, sucumbe ante lo que recién comienza a revelarse.
El tema no tiene origen peruano y más bien hunde sus raíces dentro de la secuela decadente del mundo occidental. Basta recordar que el primer presidente católico de los Estados Unidos, John F. Kennedy (a quien, hasta la fecha, se le pretende dibujar como un honorable ejemplo de político debido a su trágico asesinato) tuvo la ligereza de vincularse con el mafioso Sam Giancana a través de su amante Judith Campbell y del círculo farandulesco que lo rodeó en la campaña de 1959, por iniciativa de su cuñado Peter Lawford y Frank Sinatra. Kennedy llegó a burlarse de los servicios secretos de su país con tal de llegar a los brazos de Marilyn Monroe y otras bellas actrices de la época.
Todo esto ha sido bien graficado por Mario Vargas Llosa en su ensayo “La civilización del espectáculo”. Darle prioridad en nuestras vidas a lo que hagan o dejen de hacer las celebridades del gran circo universal, en desmedro de la atención a los ítems más urgentes de la agenda social, es el signo de los tiempos. Lo sentí con mucho desencanto y frustración cuando empecé a ver en los bloques de esparcimiento de la televisión peruana el desfile de políticos buscando sensibilizar al público sobre su arte en el canto o el baile. Mi conservadurismo en ese aspecto no admitía tales licencias, porque jamás habría imaginado a un Luis Alberto Sánchez, Raúl Porras, Luis Bedoya Reyes o Mario Polar Ugarteche –los tribunos que admiró mi generación– pegando saltos en un escenario para ganar votos.
El affaire Chibolín tiene para rato. No es cortina de humo y las investigaciones deben llegar hasta las últimas consecuencias.
TOMADO DE: https://www.expreso.com.pe/opinion/el-poder-y-la-farandula/