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OPINIÓN/ El problema de lo que “es” y de lo que “debería ser”. Breve aporía de El Príncipe.

Escribe: Ricardo Vásquez Kunze

Ricardo Vásquez Kunze

Maquiavelo, cinco siglos de vigencia de El Príncipe.

Hace más de cinco siglos (512 años para ser exactos) uno de los más grandes pensadores políticos de la historia dividió el mundo de la política y la ética, profundamente unida hasta la época. Se trata de Nicolás Maquiavelo.

He de confesar que mis modestos emprendimientos académicos siempre han empezado por el impacto de una frase muchas veces aprehendida al azar. Ésta suele darme vueltas en la cabeza y, sin abandonarme, me conduce por los dominios de una obsesiva reflexión al cual asisten, agolpándose sin invitación, batallones de lecturas dormidas y olvidadas en algún lugar de la memoria sin distinción de rango intelectual alguno. Todo sirve para, finalmente, alumbrar una corazonada que, y ese es ya mi oficio de analista político y periodista, se articulará en una idea que siempre, en mi caso, buscará un ángulo distinto,  aunque muy discreto, al que suelen abordarse los problemas.

Es obvio que luego de más de 500 años desde que en San Casciano Maquiavelo diera a luz El Príncipe, sólo unas mentes portentosas como las de un Hans Baron, Félix Gilbert, Harvey Mansfield o John Pocock  en el siglo XX pueden, junto con aquellas que las han precedido en los siglos pasados, decir algo verdaderamente nuevo sobre el pensamiento de Nicolás Maquiavelo.

Tampoco hubiera sido útil de mi parte, para los fines de esta brevísima disertación, concentrase en comentar los principios de acciones políticas concretas de El Príncipe que, sin duda, son lo más apasionante que expone Maquiavelo en su tratado para hacerse del poder y conservarlo en un Estado. Digo esto porque es evidente que esas acciones estarán un millón de veces mejor comentadas y analizadas por los políticos que son expertos en esas lides.

Así las cosas el eje de mis reflexiones sobre El Príncipe se asienta en esta significativa frase:

El Príncipe' de Nicolás Maquiavelo: contexto histórico y resumen - 24heconomia

«muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han sido vistos o conocidos en la realidad, debido a que hay tal distancia entre la manera como uno vive y la manera como uno debiera vivir, que el que descuida el estudio de lo que se hace por el estudio de lo que debiera hacerse, aprende lo que conduce a su ruina más que lo que conduce a su preservación»

(El Príncipe, cap. XV).

Lo primero que atrajo mi atención aquí no fue la poderosa lección política que Maquiavelo expresa en esta máxima, sino más bien la diferencia que pone en evidencia entre lo que “debe ser” y lo que “es” relacionada, además, con el estudio, es decir, con el conocimiento.

En el hecho de que, siendo yo abogado y estando familiarizado en alguna medida con el pensamiento jurídico, esta diferencia entre lo que “debe ser” y lo que “es” la tengo yo muy presente porque es el meollo del argumento por el cual Hans Kelsen emancipa al derecho de cualquier pretendida fórmula iusnaturalista, demostrando que derecho y naturaleza son incompatibles.

En efecto, hay una insalvable diferencia de aprehensión epistemológica entre las leyes que regulan la conducta de los hombres, expresadas en normas como aquellas del derecho y la moral, con las leyes que rigen las fuerzas de la naturaleza. Así, las normas morales o jurídicas expresan y se expresan mediante el enunciado de un  “deber ser”.

Es decir, la conducta de los hombres puede ser como sea según su naturaleza, pero “debe ser” del modo según lo disponga una norma jurídica o moral. De otro lado, las leyes de la naturaleza se expresan mediante la fórmula de que algo “es” o “existe” según el principio de causalidad o probabilidad, careciendo de intencionalidad alguna en cuanto a regulación de determinados fines. En síntesis, para que quede bien claro: unas regulan y las otras rigen.

Dicho esto sólo cabe maravillarse de que el razonamiento que sustentó Hans Kelsen a principios del siglo XX para emancipar al derecho del objeto de conocimiento de otras disciplinas del saber como la naturaleza, la moral, la sociología y la ideología tan en boga entonces, haya sido perfilado con tanta claridad por Maquiavelo en El Príncipe 400 años antes, pues la Teoría Pura del Derecho de Kelsen es de 1911.

De esto se sigue acaso la inmensa vigencia de un pensamiento precursor y fundador del positivismo en tanto el esfuerzo de Maquiavelo en ser el primero en liberar el argumento por el cual la política se emancipa como ciencia de cualquier otro conocimiento. Así, inversamente a la proposición kelseniana para el derecho y la moral, la política no sería lo que “debe ser” sino lo que “es” y corresponde a esta distinción crucial que se esboce el problema de su independencia  como objeto de estudio. Maquiavelo se convierte entonces en un positivista avant la lettre, el primero de los tiempos modernos.

Pero, ¿regulan o rigen las máximas de El Príncipe? En otras palabras, si no pertenecen sus principios a la misma familia del “deber ser” por las cuales el derecho y la moral regulan la conducta de los hombres; y sí a las que se enuncian como lo que “es” o “existe” que rigen las fuerzas de la naturaleza, ¿entonces son las máximas de El Príncipe leyes de la naturaleza? O mejor aún, ¿es la política una fuerza de la naturaleza regida en consonancia por sus leyes? En suma, ¿es Maquiavelo un naturalista político?

Es obvio para cualquiera de los aquí presentes que, llegado hasta este punto, existe una gran paradoja. Pues no puede haber independencia de la política en cuanto ciencia si la terminamos asimilando a la naturaleza.

Pero es la naturaleza la que atraviesa siempre la obra de Maquiavelo. Ya en los Discursos pone de manifiesto su convicción de que la naturaleza (humana) no progresa con el transcurrir del tiempo y que el hombre ha sido y siempre será el mismo. Es en ese contexto epistemológico que la política, entendida como un poder, es decir, como dominio por la fuerza y acción sobre los hombres, es un objeto de estudio del que se pueden extraer reglas que, sino causales; sí probables. La política es así, por decirlo de algún modo, parte de la fórmula en la ecuación de la naturaleza (humana).

Esto por supuesto no resuelve, sino por el contrario, enfatiza más aún la paradoja epistemológica de una política naturalista a contracorriente de las propias intenciones de Maquiavelo y de las agudas interpretaciones de su pensamiento que se han producido desde entonces, en el sentido de la emancipación de la política como objeto de estudio de otras ciencias.

Pero; ¡ay señores, qué sería del conocimiento si todos repitiéramos y estuviéramos siempre de acuerdo con lo mismo! ¡Qué aburrido sería el mundo!

Una pregunta se hace entonces necesaria: ¿Quiere esto decir que las máximas del El Príncipe son válidas para todo tiempo y lugar como universales son las leyes de la naturaleza? En otras palabras, ¿Cinco siglos después, como reza el título de este artículo, sigue vigente para la política El Príncipe de Maquiavelo?

Y he aquí que ingresa otro factor de principal importancia para la respuesta a esta pregunta, uno que la poderosa inteligencia de Víctor Raúl Haya de la Torre tradujo de la relatividad de Einstein a la política como “espacio – tiempo histórico”. El espacio y el tiempo de Maquiavelo corresponden a los de la Italia del Renacimiento que no son otros que el caos. Es el mundo en descomposición del Papa Borgia y su hijo Caesare, de los Médicis, los Sforza, los Este, los Orsini, los Farnese, Savonarola y Carlos VIII de Francia.

Es un mundo que emerge de las ruinas de la estabilidad milenaria del feudalismo y de la virtud cívica de las repúblicas italianas. Es un mundo nuevo que se apodera no sólo de Italia sino de todo Occidente, a la sazón, el único mundo posible. Es, en suma, un poderoso terremoto político y cultural dominado por la arrasadora fuerza de la innovación.

Nada queda en pie con la irrupción del Renacimiento; nada. Y la religión, último bastión de la estabilidad política y moral del mundo conocido terminará quebrada con el cisma de Lutero y las guerras consecuentes que desangrarán Europa.

Es en ese y para ese mundo que Maquiavelo concibe El Príncipe. Es bien sabido por cualquier diletante en Maquiavelo que el Florentino es un firme partidario de las virtudes  republicanas y de esa forma de gobierno. El Príncipe es la excepción. Con éste, y esa es mi tesis, irrumpe la naturaleza en la política.

Y volvemos pues a la naturaleza, esto es, el dominio de lo que “es” y no de lo que “debería ser”. Ésta se expresa en política a través de lo que Maquiavelo concibe como la Fortuna. Y la Fortuna no es otra cosa que las leyes de la probabilidad que no son más que leyes de la naturaleza. Así, en el caos se eclipsa por completo la estabilidad política cuyo correlato es la virtud según la entiende Maquiavelo, y se abre la puerta para que ese caos libere a las fuerzas de la naturaleza (humana), es decir, aquella que nunca cambia y que puede traducirse en la fórmula hobbesiana Homo homini lupus.

El Príncipe es pues el ariete contra la naturaleza en la política. Y he ahí otra paradoja del libro de Maquiavelo. Pues para combatir y reducir a la naturaleza, es decir, para combatir y reducir a la Fortuna a su mínima expresión, la política ha de concebirse en el estudio y la acción según las leyes que rigen la propia naturaleza (humana). Así la virtud, antes fuerza moral para la acción en un mundo estable, se transforma en otra fuerza de la naturaleza (ajena a cualquier devenir moral), única capaz de abatir el reinado de la Fortuna y trastocar el caos por estabilidad.

De esta particular circunstancia se sigue la universalidad de El Príncipe bajo la condición del imperio de la Fortuna. En otras palabras, sólo en un mundo atrapado por la contingencia del caos El Príncipe cobra vigencia en el saber y el hacer.

Maquiavelo y El príncipe: desmontando mitos

Contrario sensu, El Príncipe no puede tener cabida alguna en un mundo signado por la estabilidad de la virtud en donde ésta gobierna ya no como una fuerza de la naturaleza, sino como un poder moral apoyado en el consenso sobre una visión de la vida y el mundo.

Y he aquí la paradoja final. Si las leyes de la naturaleza (humana) no rigen ese mundo signado por la estabilidad de la virtud, apuntalada por la tradición en las monarquías y el civismo en las repúblicas, entonces ese mundo se expresa políticamente tanto para el conocimiento como la praxis en un “deber ser” de la política. Así tenemos que la política ya no es el imperio natural de lo que rige sino el poder espiritual de lo que regula según lo que “debe ser”.

Volvemos pues al inicio de esta breve disertación: al dominio de lo que “debe ser” y de lo que “es”. La política, esa es mi percepción maquiavélica del asunto, puede estar en ambos según la circunstancia signada por el espacio-tiempo histórico. Siendo su objeto de estudio el mismo, esto es, el poder sobre los hombres y sus cosas, caben sobre éste dos caminos para la aproximación a su comprensión: el de la naturaleza y el del espíritu. Confundirlos, sin embargo, es fatal de acuerdo al momento histórico en que nos encontremos. Eso es lo que, interpreto yo, está sugiriendo Maquiavelo en el contexto bajo el cual escribe El Príncipe.

¿No es acaso la innovación tecnológica sin pausa el signo de nuestros tiempos? Y si esto es así, como dice John Pocock, ¿es la innovación la puerta abierta para la inestabilidad e inseguridad general?

Y, bueno, llegamos a la pregunta final: ¿Cuál es nuestro momento? (En realidad hay más de una pregunta). ¿Es el mundo que nos ha tocado en suerte el de la estabilidad de la virtud? ¿Existe hoy un consenso universal sobre la vida y el mundo como lo hubo en los últimos 20 años? ¿Tienen las democracias aún como soporte los sólidos cimientos de la tradición y el civismo occidental? ¿O existen ya en el horizonte otros sistemas alternativos bajo los signos políticos y culturales de oriente? ¿Existe hoy un equilibrio de poder internacional que facilite la estabilidad de un statu quo como sucedió con la Guerra fría? ¿Es la ONU el legítimo pilar del orden mundial? ¿Boya la economía del mundo y hay consenso sobre su sistema?

Y, lo más importante de todo: ¿No es acaso la innovación tecnológica sin pausa el signo de nuestros tiempos? Y si esto es así, como dice John Pocock, ¿es la innovación la puerta abierta para la inestabilidad e inseguridad general? En otras palabras, ¿Algún día volverán a abrirse las anchas alamedas por las que paseará, ya no el hombre libre, sino El Príncipe? ¿O es que El Príncipe es el hombre libre?

Ese es, creo yo, el gran problema de nuestro tiempo. Un problema ineludible que sinceramente nosotros, los pequeños mortales, no quisiéramos que termine con la cínica respuesta de Emanuel Sieyes, cuando le preguntaron, ya anciano, qué hizo durante la terrible época de la Gran Revolución: “Sobreviví”.

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