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OPINIÓN/ Pena de muerte

Escribe: Aníbal Quiroga León

Siendo moral el real fondo de la discusión, este debate jamás tendrá fin

Los últimos acontecimientos del drama lamentablemente cotidiano de nuestra sociedad han traído de nuevo a la mente de algunos antiguos y nóveles legisladores, de no pocos políticos (la Presidente de la República, el Señor Primer Ministro, i.e.), y de muchas personas, la posibilidad de la reinstauración de la pena de muerte en el Perú como máxima sanción capital para los crímenes más abominables que puede arrojar nuestra sociedad de hoy.

Ello inevitablemente trae sesudos debates jurídicos, políticos y sociales acerca de la necesidad de la sociedad de defenderse adecuadamente, de la proporcionalidad de las penas, del factor discutidamente disuasivo de la pena capital y hasta de su propia semántica como real pena al ser terminal y no permitir el fin “resocializador” que conlleva el concepto de “pena” en la misma Constitución; ya que -por su propia definición humanitaria- la pena siempre debiera ser reeducativa, sancionadora y no vindicativa. Pero esto último resulta siendo lo más discutible.

Y es que tal vez, y sin tal vez quizás, el plano de discusión de la pena de muerte es fundamentalmente el moral y por eso la imposibilidad de llegar a un consenso razonable; por eso la posición cambiante de la sociedad que, de tiempo en tiempo, de tumbo en tumbo y de populismo en populismo, gira entre la pena de muerte y su proscripción.

Siendo moral el real fondo de la discusión, este debate jamás tendrá fin. Como bien ha dicho el Señor Premier (en lo que sí ha acertado), el tema de la pena de muerte es un “parteaguas” en la sociedad. No podemos, si queremos ser consecuentes con una verdadera vocación democrática, imponer nuestra moral a los demás, máxime cuando ella misma nos enseña el camino de la tolerancia, de la aceptación de los demás aunque no sean de nuestro agrado, del mutuo respeto.

Hay temas sociales que una vez que avanzan no admiten retroceso alguno.

En lo que no acierta el Señor Premier, es en poner este tema en la mesa de discusión so pretexto de una pluralidad de ideas, o del derecho a la libre opinión, ya que todo parecería indicar que es un tema zanjado, por lo menos en el Perú. Es un tema cerrado a toda posibilidad jurídica, política y social. Es un tema absolutamente inviable en la realidad.  No ver eso es de una gran necedad y ceguera política, dicho esto con todo respeto. Es como si en nombre de la “libertad de opinión” se pusiera, desde lo político, en discusión, el regreso de la esclavitud, o el cambio de nuestra forma republicana por una monarquía constitucional, o el regreso hacia la negación del voto a las mujeres, o la ampliación de la jornada de trabajo a más de 8 horas diarias por día hábil. Hay temas sociales que una vez que avanzan no admiten retroceso alguno. Sobre todo, en el respeto a la vida, la dignidad humana, y los derechos más estrechamente relacionados con ello. A eso en la doctrina de los derechos humanos se denomina “principio de progresividad” resguardado por el Art. 3° de la Constitución.

La última ejecución en el Perú ocurrió hace casi 50 años. Hace medio siglo que no sabemos en el Perú lo que es una ejecución judicial, un ajusticiamiento del Estado en nombre de la justicia. ¿Podremos realmente involucionar hacia ello habiendo recorrido más de un quinto del Siglo XXI?

Es curioso comprobar que en ello, muchas veces, se descubre una doble moral -que en el fondo es ninguna-, cuando por ejemplo los mismos personajes que a capa y espada -en el más fiel sentido de la expresión- reprueban a muerte el tema del aborto, se decantan al mismo tiempo como partidarios de la pena de muerte como opción social en la sanción a los que se entienden como los crímenes más aberrantes de nuestra sociedad, incluyendo en ello a importantes líderes de la Iglesia que, Biblia en mano, pueden incluso justificar su aplicación a la luz de su particular interpretación de las Sagradas Escrituras.

sin solución teórica a la vista, enfrenta en realidad una Cultura de Vida con una Cultura de Muerte.

El tema de la pena de muerte, sin solución teórica a la vista, enfrenta en realidad una Cultura de Vida con una Cultura de Muerte. Saber si vamos a responder aún con la Ley de Talión, y si por cada vida arrebatada, arrebataremos en nombre de la ley otra, es lo que debemos determinar de cara a nuestro futuro como sociedad, como Nación.

Además de ello, como si todo lo anterior no fuera poco, el tema de la pena de muerte nos enfrenta a un serio problema de legalidad internacional. Resulta que la Convención Americana de Derechos Humanos, suscrita en San José de Costa Rica en 1969, y ratificado por partida doble por el Perú en 1978 y en 1980 -en este último caso, a nivel constitucional- señala taxativamente en su Art. 4º la prohibición de que los Estados partes que hayan suprimido la pena de muerte la reimplanten, o luego de vigente para ellos el Tratado, la extiendan a supuestos de hecho derogados a esa fecha, o derogados a futuro. Si bien en 1978 el Perú contemplaba la pena de muerte en caso de homicidio calificado contra miembros de las FFAA o FFPP, o violación de menores, en 1980 ello fue restringido por mandato constitucional a sólo un supuesto: la traición a la Patria y solo en el supuesto de una guerra exterior, dejando fuera de tal la sanción a la traición a la patria en tiempos de paz.

En 1993 entró en vigencia la Constitución que nos rige, y allí se puso de modo subrepticio, en su Art. 148°, la posibilidad de extender la pena de muerte como máximo castigo para el delito de terrorismo. Nunca fue de aplicación y, desde 1993 a la fecha, jamás se ha condenado a ningún terrorista a la pena de muerte, ni se le ha ajusticiado por ello. ¿Por qué?

Porque entrada en vigencia la Constitución de 1993, prontamente la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a solicitud de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, evacuó la opinión Consultiva No. 14/94, que es vinculante para el Perú, en la que se zanjó que el Perú no podría reimplantar la pena de muerte fuera del delito de traición a la patria en caso de guerra exterior, ya que ello es una obligación internacional del Perú, so riesgo de incurrir en grave responsabilidad internacional y de considerarse a todos los funcionarios del Estado que participen en su reimplantación como “criminales internacionales”, por lo que su pretendida reinstauración nos obligaría a que de modo previo, deba “denunciar” el Pacto de San José, desvincularnos del mismo y salirnos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (cosa que solo han hecho, a la fecha, Trinidad y Tobago y Venezuela de Maduro) debiendo esperar -además- un año de moratoria luego de efectuado el anuncio de denuncia del tratado, para que tal desvinculación se ejecute, con todo el descrédito y la inconveniencia internacional que ello supondría para nuestra Nación, responsabilidad que muy pocos valoran cuando prestamente lanzan este tipo de propuestas al aire.

De lograrse ello así -cosa muy difícil-, luego aún habría que modificar la propia Constitución, lo que requeriría de dos legislaturas sucesivas con votación sobrecalificada de 87 votos en ambos casos (un año más por lo menos), y luego deberá hacerse la modificación del Código Penal y de las leyes penales en las que esta pena capital se aplicaría. Digamos, otros seis meses, cuando menos. Es decir, en el mejor de los casos, no entraría en vigencia antes del 2028, ya con otro gobierno.

Bastaría que uno solo de los jueces supremos vote en contra de su aplicación, para que la misma no se ejecute. 

Y como las leyes penales no pueden tener efecto ni carácter retroactivo, solo se aplicaría a los hechos aberrantes cometidos a partir del 2028, en procesos judiciales que tardarían entre 3 y 4 años, cuando menos, con idas y vueltas a la Corte Suprema y al Tribunal Constitucional. En la Corte Suprema requeriría unanimidad. Bastaría que uno solo de los jueces supremos vote en contra de su aplicación, para que la misma no se ejecute.  Es decir, si se vencieran todos esos escollos, nada desdeñables, no podría ser aplicada antes del 2032. Y, aun así, conforme a nuestra justicia constitucional, después de todo ello, bastaría la orden de un juez penal de primera instancia, de cualquier localidad de todo el territorio nacional, con un hábeas corpus que puede ser interpuesto por cualquier ciudadano, para detener totalmente su ejecución. Amén de los pedidos de clemencia del Presidente de los EEUU, de Francia, de Canadá, del Rey de España, del Papa y de todas las ONG´s del caso. Además de todo el revuelo mediático, social, humanos y político.  Es decir, absolutamente irreal.

Además de todo eso, nadie se ha puesto a pensar cómo sería la escenificación, la puesta en escena, de un ajusticiamiento por parte del Estado peruano luego de una senda sentencia de la Corte Suprema y debidamente ratificada por el Tribunal Constitucional. ¿Cómo lo hacemos?: ¿Se le gasearía?, ¿Se le aplicaría el garrote?, ¿Se le ahorcaría como en el lejano oeste o en Irak con Sadam?, ¿Se le fusilaría con un pelotón militar y con el subsecuente tiro de gracia en la sien para asegurar la muerte? O ¿Se le aplicará la inyección letal en quirófanos sofisticados y caros en un país sin medicina básica para los niños ni para los sectores menos favorecidos, una seguridad social deplorable y una salud pública notoriamente deficitaria? ¿Cómo sería esa puesta en escena previsible recién el 2032, más o menos, si es que se quisiese forzar su aplicación?

En esta discusión sobre la pena de muerte, cuya ausencia no nos ha impedido derrotar eficientemente casi toda actividad terrorista, y donde el confinamiento de por vida de sus principales cabecillas sea tal vez el mejor castigo para ellos, y un notorio éxito moral para la sociedad, quien mejor pueda adentrarnos -quizás- en su mejor reflexión sea el Prof. Daniel SUEIRO ( ), que sobre el particular expresara: “A lo largo de los años y de los siglos ha ocurrido que sólo se ahorcó simplemente cuando hubo que dejar de descuartizar, sólo se agarrotó cuando hubo que dejar la espada o el hacha, sólo se gaseó o electrocutó cuando fue preciso dejar de linchar o arrancar la piel a tiras … Cuando haya que dejar de electrocutar y gasear, de fusilar y agarrotar, de guillotinar y ahorcar, que no sea porque los reos puedan suicidarse a escondidas, sin hacérnoslo saber ni hacérnoslo sentir. Que sea porque se puede dejar de matar…”

( 1 ) Decano de la Facultad de Derecho y Ciencia Políticas de la UCV. Profesor Principal de la PUCP y de la UL. Jurista.


( 2) El Arte de matar; Ed. Alfaguara; Madrid-Barcelona, 1968.


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