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OPINIÓN/ ¿Por qué los políticos no defienden el capitalismo?

(El Montonero).- Una de las características del modelo económico y social de las últimas tres décadas es que la cultura y la política han avanzado en sentido inverso al crecimiento económico, la inversión privada y el proceso de reducción de pobreza. La cultura y la política han promovido la demonización del sector privado, el papel benefactor del Estado y el colectivismo en general, mientras que la economía se ha basado en la inversión privada a través de los mercados formales e informales.

Consecuencia del predominio de narrativas contra de la inversión

Si bien el modelo económico ha producido el mayor proceso de reducción de pobreza y de inclusión de la sociedad, era evidente que las tendencias opuestas entre política y economía iban a terminar por paralizar el crecimiento. Vale recordar que se logró reducir la pobreza del 60% de la población a 20% antes de la pandemia (luego de Pedro Castillo este flagelo subió al 30%), un logro único en la historia republicana, considerando que desde la independencia la exclusión siempre estuvo en alrededor del 80% de los peruanos.

Una de las consecuencias de los sentidos inversos en que avanzan la política y la cultura con respecto a la economía es que los políticos democráticos casi nunca defienden el capitalismo, los mercados, la inversión privada y las iniciativas de la sociedad. Basta recordar que, en las últimas dos décadas, los triunfos electorales de Alejandro Toledo, Alan García en la primera vuelta de su segunda elección, Ollanta Humala y Pedro Castillo se desarrollaron fustigando “al neoliberalismo” y la economía de mercado, más allá de que se gobernara respetando los marcos constitucionales (excepto Castillo).

Semejante esquizofrenia entre política y economía, inevitablemente, tenía que producir el actual estado de cosas, en que las instituciones y la política se erosionan de gravedad y la economía se paraliza. Si el fundamento de la prosperidad de una sociedad, del bienestar de los ciudadanos y de la reducción de pobreza en general no está en la inversión privada, sino en las decisiones de los políticos, entonces, la sobrerregulación del Estado y la expansión del gasto público se convierten en necesidades para contener “los abusos del sector privado” y redistribuir la riqueza a los sectores más necesitados.

En este contexto hoy se ha construido uno de los estados más burocráticos de la región, con una montaña de procedimientos, oficinas, aduanas y ministerios que bloquean inversiones, aumentando o manteniendo la pobreza, y que generan informalidad por los altos costos y tiempos de la legalidad. El Estado peruano, a través del gobierno central, las regiones, los municipios y las empresas públicas consumen alrededor de un tercio del PBI nacional, que suma US$ 260,000 millones (considerando la inflación estadounidense); y sin embargo, no puede construir puentes ni ofrecer mínimos servicios de seguridad y de justicia.

Los problemas del Perú pueden tener diversos ángulos de enfoque: la crisis del sistema político, la crisis de seguridad ciudadana, las deficiencias del sistema de justicia y otros asuntos del Estado. Sin embargo, vale recordar que, en las últimas décadas, los partidos políticos, los políticos e intelectuales han fracasado en organizar un nuevo tipo de Estado y una nueva representación política.

En este contexto, el sector privado –que aporta el 80% de los ingresos del Estado, que genera el 80% del empleo en los mercados formales e informales y, según el Banco Mundial, explica el 80% de reducción del total de pobreza en la sociedad–, se ha convertido en la columna nacional, en el soporte principal que ha evitado que el Perú se convierta en una sociedad inviable. Sin la reducción de pobreza y el avance de las clases medias en las últimas décadas, ¿acaso hubiese sobrevivido la democracia? No parece posible.

Si las cosas son así nadie entiende por qué los políticos y los partidos siguen atrapados en las narrativas dominantes de las últimas décadas, que han demonizado a la inversión privada y el capitalismo con el objeto de detener el desarrollo de la sociedad. Quizá el despegue de todas las reformas pendientes pasa por aceptar que no hay prosperidad ni bienestar en una sociedad sin capitalismo. Y por supuesto, tampoco hay afirmación de la institucionalidad y las libertades.

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