el tiempo se agota para evitar una tragedia política de grandes proporciones, que incluye que se puedan producir más encarcelamientos y muertes, cuando no una guerra civil.
Faltando una semana para las elecciones presidenciales en Venezuela, todos los indicadores proyectan que el candidato de la plataforma democrática, Eduardo González Urrutia, ganará ampliamente los comicios.
El 5 de julio, la empresa internacional Meganalisis publicó una encuesta consignando que el representante de la oposición tiene la preferencia del 72% de votantes y Maduro 14%; una diferencia de 6 a 1.
En ese contexto, Naciones Unidas (ACNUR) informó que, de 4 millones 500 mil venezolanos residentes en el exterior, únicamente votarán 69,189; es decir, 1.5%.
En Colombia, con millón y medio de llaneros exiliados, sufragará 7,012; en Chile, 2,659; y, en nuestro país, de 900 mil ciudadanos que podrían hacerlo, están habilitados 660; menos del 1%.
Este dato es muy importante porque la oposición cuenta con la preferencia del 98.4% del electorado en el extranjero y, por ello, el oficialismo ha bloqueado su participación.
Todo lo anterior indica que se encuentra en desarrollo una ominosa estafa, ante la resiliencia de las democracias de la región, que no se atreven a denunciar las graves irregularidades detectadas.
Además, el evento se encuentra a cargo del Consejo Nacional Electoral, desprestigiada institución que forma parte de la maquinaria mafiosa del chavismo; y, por esa razón, 83.3% de la población no confía en dicha entidad.
Más aún, consultados sobre qué harán si gana Maduro, 35% de venezolanos respondieron que se irían del país, un porcentaje alarmante porque, de ocurrir este desastre, se incrementará el éxodo de 8 millones a unos dos o tres millones adicionales, acentuándose la crisis humanitaria en la tierra del Libertador y afectando la estabilidad de las naciones receptoras de migrantes.
Vetados los observadores de la Comunidad Europea y de la OEA, Maduro ha reforzado su autoritarismo expresando que “ganaremos por las buenas o por las malas”. Luego, Diosdado Cabello, jefe de la represión, calificó a González Urrutia de “viejo decrépito, personaje inmundo, designado por el imperio”, para agregar que “ni por las buenas ni por las malas van a gobernar”.
Sobre las veedurías, Cabello, matón acusado por la fiscalía de Nueva York de integrar la banda de narcotraficantes “cartel de los soles” y por cuya captura el FBI y la DEA ofrecen una recompensa de 15 millones de dólares, manifestó que “no se metan los gringos, que la Unión Europea saque sus narices donde no las tiene que meter. Nosotros los vamos a mandar bien largo al carajo”; una vulgar frase, propia del lenguaje de los hampones del Tren de Aragua.
Pero la escalada represiva sigue avanzando. El gobierno ha prohibido que los hoteles alojen a María Corina Machado (MCM), que las empresas de aviación le vendan pasajes y, cuando se moviliza por carretera, brigadas de matones bloquean las vías y agreden a sus partidarios.
Ahora Maduro aprieta el torniquete de la opresión al sostener que, si no ganan, “habrá un baño de sangre” y como preámbulo a esa criminal amenaza, MCM mostró a la televisión que automóviles de su comitiva habían sido vandalizados y los cables de los frenos cortados; de ahí a atentar contra su vida, solo hay un paso.
Ante esta grave situación, es fundamental que los regímenes democráticos del hemisferio levanten su voz de protesta en defensa de la democracia, las libertades y los derechos humanos, arrasados por una satrapía desde 1999.
Haría bien el gobierno peruano en expresar su repudio sobre los actos de barbarie que comete Maduro, en convocar a consulta a nuestro embajador en Caracas y demandar una reunión de urgencia de la OEA, en aplicación de la Carta Interamericana Democrática.
En suma, el tiempo se agota para evitar una tragedia política de grandes proporciones, que incluye que se puedan producir más encarcelamientos y muertes, cuando no una guerra civil.