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OPINIÓN/ Manuel Ruiz Huidobro Cubas: No contaré cómo murió, sino cómo vivió

Escribe:  Ricardo Sánchez Serra

 

En su casa, medio Lima encontraba refugio. Políticos, periodistas, amigos de toda la vida… todos sabían que allí se pensaba, se debatía, se reía

Se ha ido un hombre bueno. Un hombre noble. Un peruano culto, generoso, brillante, que convirtió cada conversación en una clase, cada tertulia en un acto de amistad, y cada silencio en una reflexión profunda. No se hablará aquí de su partida, sino de su presencia. Porque Manuel Ruiz Huidobro Cubas vivió con intensidad, con lucidez, con humor, con fe, y con una lealtad que pocos hombres alcanzan.

Para todos los que lo conocieron de cerca, era simplemente “Manolete” o “Mine”. No había distancia con él: había afecto, confianza, complicidad. Fue un Demócrata Cristiano a carta cabal, defensor de principios, crítico cuando la conciencia lo exigía, y siempre fiel a sus convicciones más profundas. Orgulloso de su formación jesuita -que valoraba por su rigor intelectual y espiritual-, se preocupaba profundamente por el rumbo que habían tomado algunos sectores de la Compañía. Lo hacía con respeto, pero con claridad, porque para él la fe no era dogma ciego, sino luz que debía mantenerse encendida.

Admiraba profundamente a Héctor Cornejo Chávez, referente moral y político de su pensamiento, y también al economista Richard Webb, por su lucidez técnica y su compromiso con el país. Valoraba la franqueza de Rafael Rey, sin rodeos ni ambigüedades, y celebraba el humor inteligente de Pepe Barba, que sabía decir verdades con una sonrisa. Pero su admiración no se limitaba a nombres: conoció y recibió en su casa a gran parte de los políticos más influyentes de su tiempo, con quienes compartía tertulias memorables, siempre guiadas por el respeto, la crítica constructiva y el amor por el Perú.

Jamás se dejó deslumbrar por el poder. Lo que lo movía era la verdad. Y en ese espacio íntimo de conversación -entre libros, anécdotas y café- se forjaban ideas, se discutían destinos, y se tejía una red invisible de pensamiento que aún perdura.

En su casa, medio Lima encontraba refugio. Políticos, periodistas, amigos de toda la vida… todos sabían que allí se pensaba, se debatía, se reía. Compartíamos los triunfos de Universitario de Deportes como quien celebra la vida misma. Y aunque nunca logramos coincidir en temas como el Sahara o la Guerra de Ucrania, la amistad estaba por encima de todo. Porque Manuel sabía que pensar distinto no es dividir, sino enriquecer.

Tenía tantas anécdotas, tantos datos, tantos recuerdos, que bien podría haberse escrito un libro solo con sus memorias. Y quizás algún día se escriba. Porque su legado no se mide en cargos ni reconocimientos, sino en la huella que dejó en quienes lo conocieron. Era un hombre que informaba, que reía, que debatía sin rencores. Nunca dejó de compartir sus encuestas, sus intuiciones, sus ocurrencias. Reíamos mucho. Pensábamos mucho. Aprendíamos siempre.

Incluso en lo cotidiano, la complicidad era constante. Intercambiábamos opiniones sobre la serie “El Mentalista”, como si cada episodio fuera una excusa para analizar el comportamiento humano, la intuición, la estrategia. Porque Manuel encontraba profundidad en todo lo que tocaba, incluso en el entretenimiento.

Era un padre orgulloso, profundamente unido a sus hijos Manuel y Marina, y a toda su familia. Familiar de medio Lima, heredero de una historia que lo conectaba con un Ruiz Huidobro Intendente de Montevideo, con quien sostenía -con humor y convicción- que las Malvinas eran uruguayas. Así era su espíritu: culto, ocurrente, apasionado.

No se hablará aquí de su desasosiego con el Banco Central de Reserva, al que entregó su profesionalismo y conocimiento sin recibir la pensión que merecía. Porque Manuel no se definía por lo que le negaron, sino por lo que dio. Y dio mucho. Dio todo.

Como dijo Cicerón, “La amistad mejora la felicidad y disminuye la tristeza, porque a través de la amistad, las alegrías se duplican y las penas se dividen”. Y eso fue Manuel para quienes lo conocimos: un multiplicador de alegrías, un bálsamo en los días difíciles, un hombre que vivió como se piensa y pensó como se siente.

Ahora, Dios goza con sus anécdotas y ocurrencias, porque está a su lado. Como dijo el poeta: “La muerte no es apagar la luz, es solamente apagar la lámpara porque ha amanecido.”  Y Manuel ha amanecido en la eternidad.

Hoy, quienes lo conocimos, lo honramos no con lágrimas, sino con gratitud. Porque se fue un grande. Y los grandes no se despiden: se quedan.

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