el pueblo al que dedicó su vida lo ha convertido, como señala Humberto Abanto, lo convirtió en el muerto más vital y en el ausente más presente.
El suicidio del expresidente Alan García, el 17 de abril del 2019, fue el resultado de una conspiración criminal en la que participaron miembros del Ejecutivo, jueces y fiscales con un perverso libreto que desborda la imaginación. La Fiscalía de la Nación, una institución creada para perseguir e investigar el delito, se colocó en la orilla opuesta, con calumniosas y falsas narrativas para incriminarlo públicamente. Las revelaciones de un alto ex funcionario del MP dieron a conocer las interioridades de lo sucedido. Desde ese día hasta ahora hemos recordado a Alan y hemos constatado que durante estos cinco años pasados, se ha revalorado la figura del líder perseguido innoblemente, cercado con malas artes e inducido al suicidio.
Tuvieron éxito en desaparecer al político más caracterizado y de mayor influencia en el Perú. Al integracionista reconocido y admirado, al orador de polendas. Lo revelado por Jaime Villanueva, supera la ficción y descoloca los valores de la democracia y la justicia. Cumplieron públicamente con la consigna y dieron forma a uno de los episodios más denigrantes de nuestra historia política, pero el pueblo al que dedicó su vida lo ha convertido, como señala Humberto Abanto, lo convirtió en el muerto más vital y en el ausente más presente.
El clamor es que este magnicidio que nos ha privado de un gran demócrata que aún podía hacer mucho por el Perú, merece la más alta sanción. Criminalmente le dieron a escoger entre la vida y la dignidad y escogió la muerte para no aceptar ser escarnecido siendo inocente. El silencio ante tanta vileza premeditada no es una opción. La justicia peruana, muy afectada por la inopia, la precariedad y la politización, exige reformas esenciales para reconstruir la confianza en jueces y fiscales. Dada la urgencia nacional no deberían tardar.