OPINIÓN/ Alan y Vizcarra

Escribe: Moisés Panduro

Esa madrugada se preparaba un fiestón en Palacio de Gobierno. La noche anterior, el personal del Despacho Presidencial, ordenó media tonelada de lomo fino, cien cajas de vino Premium y cincuenta cajas de ron Zacapa del más añejo. Debían digerir bien ese lomito.

La celebración de la detención del tan odiado Alan tenía que ser a lo grande. Los ministros debían ir con ternos de alta gama. El salón Dorado que, tradicionalmente, se usa para la juramentación de ministros y eventos de alto nivel, lucía decorado con tonos delicadamente sofisticados.

Todo ya había sido coordinado con los fiscales Pérez y Vela, un par de infelices elevados a héroes por radios, canales y diarios caviares, que, conforme se demostró después, no fueron más que traidores a la Patria serviles a Odebrecht. 

El cerco criminal tramado, diseñado y ejecutado minuciosamente llegaba a su momento culminante. La señora Palacios anunciaría la detención en su Twitter antes que nadie. Su lagartismo devoto y rastrero, que incluyó un video pidiendo a Uruguay que no de asilo a Alan, le hicieron merecedora del premio de la primicia. 

Gorriti ya había tuiteado, un día antes, la “prueba” contra Alan. La supuesta prueba era una farsa. No había delación, ni declaración, ni testimonio, ni nada que lo sustentara. Además, el proceso recién estaba en su etapa de diligencia preliminar. Pero eso ¡que interesaba!

Lo que realmente interesaba era la detención, con una execrable prensa haciéndole comparsa a la arbitrariedad y al descaro. Lo que interesaba eran los titulares de la humillación para la posteridad: ¡Alan detenido y encarcelado!

América, el canal que Toledo regaló a los Graña y Mohme, tenía el encargo de hacer la transmisión en vivo y en directo. Los demás se colgarían de la señal o tomarían sus imágenes. La escenografía incluía un camarógrafo y una reportera corriendo, jadeando, poniendo un micrófono delante del ex presidente, con las manos enmarrocadas, y enfundado, a la fuerza, en un chaleco de detenido. 

Cerca del atrio del salón Dorado, el personal de Palacio ya había colocado un televisor gigante para que el anfitrión y sus invitados puedan disfrutar de los mejores ángulos, mientras eructaban el vino, el ron y el lomito.

El cura Barreto fue puesto en autos, también. Su parte en el plan era oficiar una misa por la paz y la concordia en el Perú, después que el odiado enemigo de la caviarada fuera puesto entre barrotes.

Todo iba quedando listo. Pero, alguien, dijo: Nosotros celebraremos ¿y el pueblo qué? Ah, caramba. Hagamos una fiesta, también, para el pueblo. Así, el personal del Despacho Presidencial recibió otro encargo: Organizar una fiesta popular, la que para pasar piola debía manejarse como un acto espontáneo.

En la madrugada, seis parlantes de ciento diez decibeles fueron dispuestos en la plaza San Martín, en medio de la cual se había colocado un estrado adornado de rojo y blanco. A las doce, enviaremos sandwiches y cervezas para la chusma, dijo el encargado. 

El plan estaba en su punto, pero a las 6.31 de la mañana del miércoles 17 de abril de 2019, Vizcarra y sus compinches se quedaron sin celebración. Hasta el cura Barreto tuvo que rumiar su frustración.

Hoy, en alguna dimensión desconocida, Alan, en tono reflexivo, rodeado de libros, debe estar repitiendo: “He visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia…”