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OPINIÓN/EL DIVO DESNUDO (A SU MANERA): COMENTARIO A «DEBO, PUEDO Y QUIERO»

Escribe: José Vadillo Vila (*)

 

A 9 años de la partida del huracán de la música romántica, Juan Gabriel, una miniserie documental revisa sus videos caseros para ofrecer una mirada de lo que el cantautor mexicano quiso ser y fue: un ídolo.

1.

La documentalista mexicana María José Cuevas se basta de cuatro capítulos para ubicarnos en el diván de la cultura popular y hacernos recordar que somos cursis, sudacas y románticos. Está en nuestro ADN de habitantes del sur del río Grande. Saber de memoria algún estribillo o letra completa de Juan Gabriel, lo confirma.

«Debo, puedo y quiero», la miniserie estrenada en la plataforma Netflix el 30 de octubre, infiere que la devoción por el «divo de Juárez» goza de buena salud. A pesar de que han pasado nueve años de la muerte de Alberto Aguilera Valadez (1950-2016), el magma meloso de sus composiciones es ubicuo en el dial latinoamericano, en la memoria colectiva. ¿Será que las letras del cantautor mexicano, quien se ufanaba de no leer libros, son el espejo perfecto donde los sentimientos de millones se vieron mejor reflejados?

2.

Desde adolescente, Juan Gabriel supo que habitaba en él el embrión de un artista singular. El cronista mexicano Carlos Monsiváis elaboró un perfil sobre él («Instituciones: Juan Gabriel», incluido en el libro «Escenas de pudor y liviandad», 2004), donde definía: «En la sociedad de consumo, el Ídolo (la mayúscula, certificado de licitud) es quien retiene el Falso Amor de las multitudes más allá de lo previsible, más allá de los seis meses de un hit».

Este ser que se sabía amado, singular y creativo desde que pisó las primeras tarimas en Ciudad Juárez, registraría en 1971 su primer álbum y el resto ya lo conocemos: un romance perpetuo con su audiencia que se extendió por más de cuatro décadas. Primero lo amaron las quinceañeras, luego extendió su territorio sonoro a otros segmentos poblacionales, como dicen los mercadólogos. Su catálogo de más de 1800 canciones, incluyen éxitos cuyas letras se cantan mejor que los himnos que definen a nuestros países en desarrollo.

3.

Hoy, en el planeta de los likes, los datos son vanos si carecen del respectivo sustento audiovisual (para que las nuevas generaciones interioricen cualquier mito, hecho o bulo). Lo bueno es que Juan Gabriel, desde su génesis musical, se preocupó en registrar en videos su vida cotidiana, el detrás de cámaras, cuando volvía a ser Alberto Aguilera Valadez, sus amistades, sus ensayos, sus chapuzones, sus casas, sus hijos, sus momentos de creatividad… Un rico material en formatos súper 8, betamax, VHS y cintas digitales, cada una aporta colores y texturas distintas. Con todo ello, y voces en off, María José Cuevas desarrolló los cuatro episodios de «Debo, puedo y quiero». La directora ya había trabajado con archivos el documental «La dama del silencio: el caso Mataviejitas» (2023), de excelente factura, también disponible en Netflix.

Un documental es una lectura que el director, guionista y productores, dan basados en un material audiovisual, sobre un personaje o hecho. En «Debo, puedo y quiero», las piezas sostienen que el muchacho de origen humilde, de Michoacán, México, se consideraba un divo, lo dijimos. El retrato que ofrece de María José Cuevas es sobrio, dibuja un Juan Gabriel hecho a la medida de sus seguidores.

Y una escena puede definir una película. Es lo que buscan los cineastas. Hay una exquisita en el documental en ciernes: se da cuando el ídolo se desdobla en una entrevista grabada, plano y contraplano, un mismo actor con vestimentas distintas: es Juan Gabriel entrevistado por Alberto Aguilera Valadez, un confesionario íntimo. Ambos saben que se necesitan para seguir brillando. Lo sabíamos, lo confirma(n) él/ellos.

Porque un ídolo se considera un ser que habita sobre el bien y el mal. Y Juan Gabriel consideró que su éxito le daba derecho también a no deber nada al fisco (tema que le causaría problemas en sus años maduros), como si los aplausos y las ventas de discos le bañaran con una membrada de inmunidad financiera.

Fue un divo singular que rompió tabúes, nos recuerda María José Cuevas: en un territorio donde lo macho es sinónimo de lo nacional (México), Juan Gabriel se apropió del género ranchero y lo transgredió, desde el vestuario hasta las letras de canciones hoy consideradas parte del repertorio clásico mexicano. Tanto así que las letras y las metáforas de «Se me olvidó otra vez», por ejemplo, han sido usadas por políticos que buscan la legitimidad de las masas e intelectuales que quieren sonar menos acartonados.

4.

Si Los Beatles tuvieron a Brian Epstein para crear la beatlemanía, Juan Gabriel tuvo a María de la Paz Arcaraz. Su primera manager supo ayudar al joven cantautor a construir su mito. Supo que los amaneramientos vendían; que esa zona brumosa de indefinición, de decir callando si era homosexual o bisexual, de dejar la puerta entreabierta del closet, era parte importante para crear el mito juangabrielano. Lo demás, lo hacían las canciones que tenían el ángel de ser radiales hablando, a su manera desgarrada, a veces chillona, sobre el eterno nudo del amor/desamor. Quién puede dudar de la belleza de «Querida» (1984) balada con final grandilocuente y aflautado, que se mantuvo en el primer lugar por 18 meses.

5.

Fuera de las portadas de revistas y la comidilla del periodismo de espectáculos, hay un Juan Gabriel creativo, cantautor en su laberinto, que es espléndido: un hombre que va creando canciones anotando letras en papelitos que riega por sus casas como semillas artísticas; que va creando melodías entre sueños, en la ducha; que tararea arreglos sin saber música; que sabe un par de acordes en la guitarra y goza de un oído bendecido el cual le permite darse cuenta de las desafinaciones y corregir desperfectos de sus músicos al vuelo, en pleno show.

No se le ha dado la valía a un momento importantísimo para la historia de la música popular, y que en parte habla el documental. Cuando Juan Gabriel llegó a ofrecer recitales en 1990, en el Palacio de Bellas Artes, el primer escenario de México (gracias a un lobby político), los músicos académicos mexicanos a regañadientes empezaron a valorar la música popular contemporánea hecha en su país, la que suena en las radios, la que se consume en microbuses, mercados y locales nocturnos, tenía el mismo derecho que la música culta para estar en un escenario de primer nivel, de butacas, proscenio y telón.

El genio de las letras simples, las que van directo al corazón, Juan Gabriel, definitivamente, trazó el nuevo horizonte y permitió lo que hoy es pan cotidiano: conciertos sinfónicos de música popular en nuestro idioma, en los principales escenarios de nuestras ciudades. Es su otro legado. El resto son baladas y rancheras que nos ponen cursis cada vez que suenan. Y suspiramos, juangabrielanamente.

Ficha:

«Debo, puedo y quiero» (Netflix, 2025). Director: María José Cuevas.

(*) José Vadillo Vila es periodista, escritor y cantautor. Ha publicado los libros Historias a babor (2003), Hábitos insanos (2013), Apus musicales. Héroes de la canción andina peruana Vol. 1 (2018), El largo aliento de las historias apócrifas (2022) y Mostros (2024). Como cantautor tiene publicados los álbumes Elemental (2002) y Primera parada (2016). Fue redactor y editor en el Diario Oficial El Peruano y director del Gran Teatro Nacional.

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