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OPINIÓN/ Entre los valores y el abismo: lo que está en juego en estas elecciones

Escribe: Luciano Revoredo

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la disyuntiva no es técnica ni ideológica. Es moral. O elegimos valores —el sentido compartido que nos permitió alguna vez ser comunidad— o elegimos la barbarie social

Cuando el país vive entre sobresaltos políticos, violencia criminal, colapso institucional y una sensación de desorientación general, vale la pena detenerse en una reflexión del historiador francés Emmanuel Todd.

En una conferencia en Hiroshima, Todd habló de religión. No como teología ni como liturgia, sino como estructura histórica, como el andamio moral que durante siglos sostuvo la vida colectiva. Y de cómo su desaparición ha dejado un vacío que hoy se expresa con fuerza mayor o menor en diversas sociedades.

Todd propone tres etapas en la trayectoria histórica de la religión: la religión activa, la religión zombi y la religión cero. Leídas desde el Perú, estas fases iluminan aspectos clave de nuestra crisis actual.

La etapa de religión activa es fácil de rastrear en nuestra historia. Durante siglos, la fe católica ordenó la vida social, cultural y hasta política. No solo era una creencia; era un sistema total de sentido: dictaba las celebraciones, regulaba la moral, inspiraba la organización comunitaria y ofrecía certezas sobre el destino humano. El Perú virreinal y buena parte del Perú republicano vivieron en ese marco de referencia compartido.

Con el avance de la modernización y los cambios culturales del siglo XX, ingresamos a lo que Todd llama la religión zombi. La práctica religiosa disminuyó, pero los valores heredados de esa tradición siguieron vivos. Lo que sostuvo a las comunidades no fue ya la fe estricta, sino la moral transmitida por ella, reforzada por ideologías sustitutas. Esa mezcla de tradición moral y proyecto colectivo mantuvo a la sociedad cohesionada incluso en momentos críticos.

Hoy, sin embargo, hemos entrado con fuerza —y sin darnos cuenta— a la etapa de religión cero. Es decir, no solo ha disminuido la fe organizada, sino que también se han erosionado los valores comunes que antes servían como brújula moral. Y es aquí donde el diagnóstico de Todd se vuelve especialmente relevante para el Perú.

A diario vemos a un país en crisis política perpetua —con presidentes caídos, congresos desprestigiados y liderazgos decadentes— es solo una expresión institucional de una fractura más profunda: la desaparición de un marco de sentido compartido. ¿Qué nos une hoy? ¿Qué valores comunes sostienen nuestra vida pública? ¿Qué propósito colectivo existe más allá del sálvese quien pueda?

La inseguridad ciudadana, el auge del crimen organizado, la corrupción normalizada, la indiferencia ante el dolor ajeno, la facilidad con que se destruye reputaciones y se difunde odio en redes: todo ello no surge del vacío, sino del vaciamiento. No es que nuestros males aparezcan porque no haya nada. Aparecen porque había algo y lo hemos vaciado. Cuando ya no quedan valores heredados ni ideologías que los sustituyan, lo que aparece es un individuo aislado, debilitado, vulnerable. Ese es el terreno fértil para el nihilismo y para imponer los desvaríos del progresismo y su pernicioso hermano siamés: el globalismo.

Incluso nuestras crisis políticas recientes pueden entenderse desde esta perspectiva. La incapacidad de construir liderazgos sólidos, la proliferación de caudillos improvisados, el radicalismo emocional sin ideas, la volatilidad electoral, la obsesión por destruir antes que construir: todo ello se explica en parte por la ausencia de un sustento moral compartido que ordene el debate público.

Estamos ad portas de las elecciones, otra vez enfrentamos la opción de rescatar el país o terminar de tirar todo por la borda. Es el momento de hacer un alto, reflexionar uy elegir a quien represente los valores perdidos. El punto no es retroceder, sino reconstruir. Si el Perú quiere romper el ciclo de improvisación, violencia y desencanto, necesita una nueva arquitectura moral: un marco de sentido que permita volver a la acción colectiva, a la responsabilidad, a la idea de comunidad y de destino compartido.

Mientras sigamos habitando la religión cero sin darnos cuenta de lo que hemos perdido, seguiremos siendo —como sociedad— una suma de soledades. Y un país fracturado no puede aspirar a un futuro grande.

Al final, la disyuntiva no es técnica ni ideológica. Es moral. O elegimos valores —el sentido compartido que nos permitió alguna vez ser comunidad— o elegimos la barbarie social que ya se está instalando entre nosotros. El Perú no puede seguir votando con miedo o con rabia. Esta vez, debe votar con conciencia

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