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ASALTO AL CONGRESO (II)

Por Luis Gonzales Posada.

 

sin Congreso no hay democracia, no hay libertad, no hay estado constitucional de derecho

Zavalita, personaje de la novela Conversación en La Catedral, del escritor Mario Vargas Llosa, preguntaba angustiado: “¿En qué momento se jodió el Perú?”, buscando una explicación a nuestras desgracias y frustraciones. Diremos que no fue un momento, sino muchos, y uno de ellos ocurrió con la llegada al poder del comandante Sánchez Cerro, que hizo de la violencia un estilo de gobernar, matando, torturando y escarneciendo opositores.
El 22 de agosto de 1930, Sánchez Cerro derroca al presidente Leguía, en contubernio con el abogado José Luis Bustamante y Rivero, autor del Manifiesto de Arequipa, luego asesor político y ministro de Justicia del dictador.
El exmandatario, que lo había protegido, estuvo un año y seis meses en prisión, gravemente enfermo. Fue objeto de crueles humillaciones, entre otras, que militares ebrios visitaran su celda para burlarse e insultarlo. Muy grave, el 16 de noviembre es trasladado al nosocomio naval de Bellavista y, dos días después, recuerda Basadre, “una bomba de dinamita fue arrojada villanamente al interior de este hospital y cayó a pocos metros del cuarto ocupado por el enfermo”. Murió sin ser juzgado, pobre y pesando 39 kilos.
En su primer periodo, del 27 de agosto de 1930 al 31 de marzo de 1931, Sánchez Cerro cometió toda clase de tropelías, hasta que la Marina de Guerra exigió su renuncia, decisión que acata, pero retorna cuatro meses después, ganando las controvertidas elecciones presidenciales de octubre de ese año.
El 8 de diciembre asume el cargo y el 24 de ese mes ordena clausurar el recinto del Partido Aprista de Trujillo, donde sus militantes celebraban la Navidad del Niño del Pueblo y esperaban la llegada de Haya de la Torre. El historiador Jorge Basadre recuerda que los gendarmes exigieron “el inmediato desalojo del local sin consideración ni con las mujeres ni con los niños. Los disparos continuaron hasta la madrugada. Oficialmente se aseveró que hubo cuatro muertos, pero según los apristas fueron más”.
Se reportaron numerosos heridos, detenidos y denuncias de mujeres apresadas y violadas en los cuarteles. Ignominia total, que precedió la presentación de una aberrante Ley de Emergencia que concedía plenos poderes al régimen.
A pesar de la firme protesta de los constituyentes Luis Antonio Eguiguren, Víctor Andrés Belaunde, Luciano Castillo, Arca Parró, Bustamante de la Fuente e Hildebrando Castro Pozo, la norma fue aprobada y, al día siguiente, se inició la cacería de parlamentarios apristas.
Once legisladores, empero, evadieron el cerco de seguridad e ingresaron al Congreso, entre ellos Luis Alberto Sánchez y Carlos Manuel Cox. A las dos de la mañana del 19 de febrero de 1932 soldados y policías ocuparon el hemiciclo, mientras camiones con ametralladoras fueron emplazados en la Plaza Bolívar. Los constituyentes fueron sacados pistola en mano, conducidos al Callao y deportados.
Se iniciaba así un tiempo de terror, revoluciones, matanzas, golpes de Estado y proscripciones, que arrasaron con las libertades cívicas e impidieron al jefe del aprismo postular hasta 1962; un veto de treinta largos años.
El odio, la venganza y la perfidia política ensombrecieron a nuestra patria. Quizás en este largo periodo de barbarie, Zavalita podría encontrar uno de los momentos en que se jodió el Perú y, en ese contexto, no debe existir ninguna duda que el episodio más ignominioso de 200 años de historia parlamentaria fue cuando asaltaron el Parlamento.
Un mensaje: sin Congreso no hay democracia, no hay libertad, no hay estado constitucional de derecho. Defender sus fueros, por tanto, es una obligación de todos los peruanos, especialmente en estos tiempos de confrontación, donde escuchamos en los Consejos de Ministros Descentralizados o en le propio Palacio de Gobierno a las barras oficialistas vociferando que cierren el Congreso, calificando de basura a la prensa y atacando pérfidamente a la Fiscal de la Nación.

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