El recuerdo de Augusto B Leguía está asociado a los crueles vejámenes que sufrió a partir del 25 de agosto de 1930, cuando fue derrocado por el comandante Sánchez Cerro.
El Manifiesto de Arequipa indicó la ruta de la barbarie al sostener que “hace más de once años que sufre el Perú los crecientes desmanes de un régimen corrupto y tiránico en el que se aúnan la miseria moral y la protervia política. Dentro y fuera del país deja las huellas de sus atropellos y de sus villanías. En el orden constitucional, ha roto la Carta Política, erigiendo en ley suprema la voluntad de un hombre y haciendo del Parlamento un hato de lacayos sumisos y voraces”.
Ese agresivo documento fue escrito por el abogado Bustamante y Rivero, quien participó en los preparativos de la asonada y fue nombrado asesor político y ministro de Justicia del dictador, hecho que soslayan la mayoría de analistas, sin considerar que en ese período se creó el inconstitucional Tribunal de Sanción y se intervinieron los órganos de justicia.
Recordemos, asimismo, que el militar golpista, que martirizó con psicópata perversidad al ex mandatario, fue protegido por su víctima en su carrera castrense.
En 1922, con el grado de mayor del Ejército, Sánchez Cerro participó en una asonada en el Cusco que fue fácilmente sofocada y el insurrecto confinado al penal de Taquile, ubicado en una isla casi despoblada del lago Titicaca, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar.
Leguía, sin embargo, ordenó su libertad y éste, a través del mayordomo del presidente, Tomás Meza, consiguió una audiencia con el primer mandatario que lo recibió, perdonó y designó al cuerpo de ayudantes del ministro de Guerra, una desdichada decisión que lo conduciría a la muerte y al país a un largo tiempo de violencia.
Más adelante, Leguía gratificó al subversivo enviándolo a Italia y Francia – de octubre de 1926 enero de 1929 – desde donde siguió conspirando. A su retorno de Europa lo asciende al rango de teniente coronel, nombrándolo comandante de un batallón en Arequipa, donde se levanta en armas.
Producido el golpe, el mandatario se embarca en el BAP Almirante Grau, autorizado por el general Manuel María Ponce, jefe transitorio de la Junta de Gobierno. Cuando la nave se encontraba a 25 millas del Callao, en dirección a Panamá, Sánchez Cerro ordena su retorno bajo amenaza de cañonear el buque si no obedecían sus órdenes.
Al llegar a puerto, los oficiales de Marina advirtieron a militares y policías que recibieron al prisionero que deberían conducirlo al hospital porque se encontraba muy enfermo.
No lo hicieron, y lo trasladaron a la isla San Lorenzo, donde permaneció veinte días, afectado por un cuadro febril y una dolorosa infección a la próstata, que pudo haberle causado la muerte.
Después fue llevado a la Penitenciaría de Lima donde estuvo del 26 de agosto de 1930 hasta el 1 de noviembre de 1931 y de ahí al Hospital Naval de Bellavista para una operación de urgencia.
El nosocomio se encontraba resguardado por el regimiento de Artillería de la costa, una seguridad extrema que impedía cualquier posibilidad de fuga; sin embargo, un día después de su arribo personas desconocidas, que no podían ser otras que agentes del régimen, lanzaron un potente artefacto de dinamita que remeció las instalaciones del local con el propósito de aterrorizar al ex presidente, que falleció dos meses después, a los 62 años, pesando escasamente 37 kilos.
Este es el contexto de una historia de odio que completamos en la siguiente entrega, reproduciendo apreciaciones y relatos de historiadores y testigos sobre los infames maltratos de que fue objeto en el penal.