Chile, así, está de vuelta del infierno para satisfacción de todas las democracias de Latinoamérica y el lamento plañidero de la izquierda de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Cuba y Colombia
Para comprender el rechazo a la nueva constitución chilena, aprobada por una representación paritaria de 155 miembros, debemos retrotraernos a los violentos episodios ocurridos en 2019 y 2020.
La crisis se inicia cuando un panel de expertos modifica la tarifa del transporte público de Santiago, reduciendo el precio del pasaje en algunos tramos y elevándolo en otros casos hasta $1. 07. Alentados por agitadores extremistas y redes sociales, miles de ciudadanos salieron a protestar por todo y contra todo.
Demandaban que el gobierno reduzca el precio de los combustibles, agua, luz y medicinas, mejores pensiones, salarios y servicios públicos, carencias que atribuían a una clase política desacreditada e indolente, cuando no al modelo neoliberal, a la derecha explotadora y al imperialismo norteamericano.
La violencia estalló a niveles inexplicables. 118 de 136 estaciones del metro y numerosos vagones quedaron dañados o destruidos. Varias iglesias, entre ellas de la Concepción, con 150 años de antigüedad, resultaron quemadas y delincuentes encapuchados ingresaron a los templos para destrozar las imágenes religiosas y sacarlas a la pista para que sirvan de barricadas.
Se produjeron saqueos en 200 supermercados, farmacias y tiendas. Las estatuas de los conquistadores fueron derribadas por manifestantes mapuches. Cuarteles militares y 400 locales de carabineros resultaron atacados con armas de fuego y bombas molotov. Ni el toque de queda o el estado de emergencia calmó la enfurecida protesta.
Se perdieron más de 3 mil millones de dólares y 200 mil puestos de trabajo, la moneda fue devaluada, el PIB se redujo un punto y la bolsa cayó 13%.
Hubo 34 muertos, 9 mil arrestados, 12 mil heridos y 3 mil 400 hospitalizados, incluyendo 800 carabineros. La desesperación para solucionar la crisis condujo al presidente Piñera, a su gabinete y a todos los parlamentarios a respaldar insólitamente las marchas, que en un momento punta reunió un millón 200 mil personas.
Igualmente fracasó en su intento de calmar a los iracundos insurgentes. Anunció, asimismo, un aumento de 20% en las pensiones y salarios, no incrementar el precio de las tarifas eléctricas, reducir las dietas de los legisladores y crear un impuesto de 40% para rentas superiore s 9 mil dólares mensuales.
Poco después se realizó un referéndum para convocar una Convención Constituyente, que fue aprobada por 78 % de desconcertados y atemorizados votantes.
Así, en tres años los asambleístas dieron a luz un mamotreto de 388 artículos y 48 disposiciones transitorias, que no solucionaron nada y complicaron todo. Pretendieron reemplazar el estado unitario por uno plurinacional, inspirado en el pensamiento-guía del cocalero Evo Morales, con tribunales de justicia y leyes especiales para pueblos originarios.
Establecieron, asimismo, en el artículo sexto, que en todos los niveles de la administración pública debe existir paridad de sexos, considerando en una misma categoría a “hombres, mujeres, diversidades y disidencias sexuales y de género”.
En Valparaíso, en un mitin de cierre de campaña a favor del “apruebo”, el colectivo de travestis autodenominado “las indetectables” subió al estrado para refregarse por las nalgas la bandera chilena. Una Constitución de muy baja ralea, sumada a los actos de barbarie cometidos por vándalos y extremistas hizo posible que el 62% del pueblo mande al traste el deplorable proyecto.
Chile, así, está de vuelta del infierno para satisfacción de todas las democracias de Latinoamérica y el lamento plañidero de la izquierda de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Cuba y Colombia, donde su mandatario – Gustavo Petro – no reprimió su furia afirmando el disparate que “había retornado Pinochet”.
En el Perú, no dudamos que Castillo y la dirigencia del lápiz no insistirán por un tiempo en convocar una Asamblea Constituyente ilegal, pero perseverarán en su empeño.