DESTACADASMARTILLAZO JURIDICOOPINIÓN

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y EL MUNDO AL REVES

  La Sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre la ley que desarrolla adecuadamente la cuestión de confianza, dada en abrumadora mayoría de 4 votos conformes sobre 6 posibles no ha pasado desapercibida.  En su posición mayoritaria, ya se dijo, es un desarrollo constitucional y democrático de la justicia constitucional sobre la actualidad, a pesar de los dos únicos votos discordantes respecto del caso: el del propio ponente que ya había adelantado estentóreamente su opinión en los medios, siempre favorable al Poder Ejecutivo, y el muy predecible de la ex presidenta del TC, quien siempre vota a favor del poder de turno.

No hay duda que los fallos de las autoridades jurisdiccionales pueden ser criticados y sometidos a deliberación -como ocurre en cualquier sociedad democrática-, pero ignorar la condición que ostenta el Tribunal de órgano de cierre de la justicia constitucional podría generar escenarios futuros en los que no se respete el contenido de sus decisiones, con todas las lamentables consecuencias

Sin embargo, el voto de la magistrada Ledesma ciertamente va más allá del análisis del caso mismo, y de su posición sobre la demanda como le correspondía.  Como ya había ocurrido malamente en anteriores casos, se le ha hecho costumbre de que cuando la mayoría de sus colegas en el TC no siguen sus pasos, sus votos discute y critica ácidamente la posición de sus pares.
No es para eso que están hechos los votos singulares, pero ella les ha dado ese uso y esa interpretación, llegando a acusar a sus propios colegas de varios aspectos, llegando a ser francamente peyorativa o rayana en el directo agravio a los propios colegas de su colegiado constitucional. Curiosa ideología sobre la democracia y el peso de las mayorías en un sistema jurídico, constitucional y democrático.
Así, si por un lado, los votos conformes de los magistrados Ferrero, Blume y Sardón honran a la magistratura constitucional y dan en el blanco de lo que debería ser un adecuado desarrollo de la interpretación de la Constitución, contradiciendo la demanda del Poder Ejecutivo, el voto singular minoritario de la magistrada Ledesna es, exactamente, todo lo contrario, haciendo una apología a la singularidad e individualidad “ilustrada” y denostándose del valor de los votos de una mayoría en una verdadera democracia.  Es el mundo al revés.
Como los extremos siempre se tocan , si tal fuera la cosa, el voto de la magistrada Ledesma daría fundamento, por ejemplo, para desconocer nada menos que la legitimidad del presidente Castillo que se basa, precisamente, en una fragilizada mayoría electoral que todos hemos debido aceptar y respetar conforme a los usos de nuestra democracia constitucional.  De eso se trata, cuando se es verdaderamente demócrata, y no un mero impostado ideologizado.
Así, veamos:
“FUNDAMENTO DE VOTO DE LA MAGISTRADA LEDESMA
‘Históricamente la lucha constante del Derecho ha sido sobre cómo dominar a la política. Contrariamente, los últimos tiempos son, en gran medida y de modo preocupante, del dominio de la política (de los votos) sobre el Derecho.
La falta de coherencia en los votos de los jueces solo genera inseguridad jurídica’.
Este caso hace evidente la carencia de argumentos de tres magistrados del Tribunal Constitucional y una total desconexión de sus argumentos con los temas analizados en el mismo. Tengo la impresión de que acusando al Tribunal Constitucional (que ellos mismos integran) de ser el responsable de los problemas generados por el Covid 19: crisis de salud y económica, lo que pretenden hacer es encubrir su falta de coherencia en la toma de decisiones en casos de relevancia como el presente.
No encontramos ninguna conexión lógica entre este caso, que versa sobre el control de la Ley 31355 que “desarrolla” la cuestión de confianza, respecto de lo que ellos muestran en su voto singular: cifras que exponen una tabla de desempeños sanitarios y económicos comparados, el monto de nuestro Producto Bruto Interno o los niveles de pobreza en el Perú. Para ellos, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la disolución del Congreso, “sentó las bases para la catástrofe sanitaria y económica experimentada en el Perú el 2020. Al no tener el contrapeso del Congreso, en efecto, la respuesta gubernamental al COVID-19 fue poco escrutada.
Consecuentemente, nuestro desempeño sanitario y económico fue el peor del vecindario”. Creo que no hace falta comentar en demasía estas expresiones. Son argumentos que no tienen ninguna relevancia para resolver el presente caso, más allá de tener conclusiones que tienen mucho de imaginación.
Y decimos que hay falta de coherencia pues en un caso anterior  denominado “caso cuestión de confianza y crisis total del gabinete”, el Tribunal Constitucional, por unanimidad (con el voto de los mismos tres magistrados a los que se alude antes), declaró inconstitucional un artículo del Reglamento del Congreso de la República, que modificó el procedimiento de cuestión de confianza, alegando el siguiente fundamento: “este Tribunal Constitucional encuentra que la cuestión de confianza que pueden plantear los ministros ha sido regulada en la Constitución de manera abierta, con la clara finalidad de brindar al Poder Ejecutivo un amplio campo de posibilidades en busca de respaldo político por parte del Congreso, para llevar a cabo las políticas que su gestión requiera”.
Sin embargo, hoy, en este caso, de la Ley 31355, sostienen que “nunca consideramos que la Constitución permitiera hacer cuestión de confianza sobre proyecto de ley de reforma constitucional ni sobre atribuciones constitucionales exclusivas del Congreso u otros organismos constitucionalmente autónomos”. La falta de coherencia es más que evidente. Al principio dijeron que la cuestión de confianza era abierta, ahora dicen que ya no es abierta. ¿Por qué cambiaron?
No se sabe, porque incluso es posible que los jueces cambien de posición, pero siempre dando razones del cambio. Aquí no, sólo se dicen que nunca se dijo lo que se dijo y está escrito.
Todo juez y más aún si lo es del Tribunal Constitucional, que es el Supremo Intérprete de la Constitución, tiene la obligación de motivar sus decisiones, incluso cuando las cambia. No puede alegar simplemente ‘grande fue nuestra sorpresa cuando, al discutir la segunda sentencia, descubrimos que algunos colegas así lo creían’. No se trata de sentirse sorprendidos. No se trata de lo que crean los colegas. Se trata de la interpretación de la Constitución. Se trata de la obligación de motivar. Al principio, dijeron, y está escrito, que la cuestión de confianza prevista en la Constitución peruana debe ser entendida de forma abierta y ahora dicen que no es abierta.
Pero no se trata sólo de las contradicciones de algunos jueces constitucionales o de que el Poder Legislativo busque reducir a su favor los contenidos de la Constitución. Se trata, y esta es la controversia principal del caso, de cómo se respeta el equilibrio de poderes que ha previsto la Constitución. Como lo voy a acreditar en seguida, mediante la Ley 31355 el Poder Legislativo ha inclinado la balanza a su favor y ha roto el equilibrio puesto por la Norma Fundamental entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo. Se ha obviado que el control del poder público mediante la separación de poderes o un sistema checks and balances que tenga por objeto asegurar la supremacía de la Constitución, es un objeto esencial de la Constitución”.
Por ello, adicionalmente a los argumentos expuestos en la ponencia, que declara FUNDADA la demanda contra la Ley 31355, dicha ley es inconstitucional por las siguientes razones:
1) por la falta de una deliberación prolija, responsable y rigurosa de las cláusulas contenidas en la Ley 31355, dado que los proyectos fueron aprobados con una rapidez inusitada (en prácticamente un mes se aprobaron los cuatros proyectos de ley), a lo que debe agregarse que, en la misma fecha en que se sustentaron los dictámenes de la Comisión de Constitución y Reglamento, el Pleno del Congreso votó la aprobación del texto, a lo que se suma la exoneración de la autógrafa del trámite de la segunda votación;
2) la aprobación de la Ley “interpretativa” 31355 supone una seria vulneración del principio de rigidez constitucional, ya que el Congreso de la República pretende, a través de la introducción de una norma con rango de ley, alterar el diseño y equilibrio de los poderes establecido en nuestra Ley Fundamental;
3) la Ley 31355 introduce una serie de restricciones al uso de la cuestión de confianza que evidencian la falta de introducción de mecanismos de contrapeso, y no introduce ninguna clase de reforma de los mecanismos que emplea el Poder Legislativo para ejercer presión y solicitar responsabilidades a nivel ministerial, lo que vulnera el principio de separación y equilibrio de poderes;
4) la Ley 31355 ha generado una alteración de la forma de gobierno que no se deriva ni de la Constitución ni de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional; y, 5) mediante la Ley 31355, el Poder Legislativo inobservó la jurisprudencia desarrollada por el Tribunal Constitucional.

 

ARGUMENTOS QUE SUSTENTAN LA INCONSTITUCIONALIDAD DE LA LEY 31355:
Seguidamente, como ya lo he adelantado antes, considero pertinente formular algunas consideraciones adicionales en relación con la demanda de inconstitucionalidad planteada. Por ello, me referiré a los siguientes puntos: i) las cláusulas impugnadas fueron aprobadas sin una previa deliberación rigurosa y necesaria; ii) las cláusulas cuestionadas contravienen el principio de rigidez constitucional; iii) las cláusulas impugnadas vulneran el principio de separación y equilibrio entre los poderes; iv) las cláusulas impugnadas insertan un desbalance en nuestra forma de gobierno; y v) las cláusulas impugnadas inobservaron la jurisprudencia desarrollada por el Tribunal Constitucional.
  1. i) Las cláusulas impugnadas fueron aprobadas sin una previa deliberación rigurosa y necesaria
Un primer aspecto que deseo examinar en este voto es el relativo a la falta de una deliberación prolija, responsable y rigurosa de las cláusulas contenidas en la Ley 31355. Al respecto, estimo pertinente hacer recordar que la deliberación no solo se refleja como un requisito indispensable para que, en el marco de una sociedad democrática, las decisiones adoptadas por los poderes públicos se encuentren adecuadamente sustentadas, ya que también ella tiene como propósito el de legitimar y sustentar la existencia de una legislación de carácter racional. Se ha mencionado, sobre este punto, que ‘para que el procedimiento político asegure legitimidad, la discusión colectiva debe trascender la mera competencia por hacer prevalecer el autointerés de ciertos grupos y partidos políticos’.
En las últimas décadas, hemos asistido a distintos escenarios en los que, bajo el aparente desarrollo y uso de atribuciones otorgadas por las leyes fundamentales, los órganos de poder constituido han pretendido -de forma subrepticia- desequilibrar a su favor el esquema y diseño de la forma de gobierno.
En efecto, en sociedades con democracia precarias -como ocurre en el caso peruano- suele ser recurrente el uso de mecanismos legales para desgastar el equilibrio de los poderes. Se trata de maniobras que bien pueden ser impulsadas por los órganos ejecutivos, pero que también pueden ser empleadas por órganos de carácter legislativo.
Es este contexto -caracterizado por la constante erosión y perversión de las cláusulas constitucionales- el que ha generado la referencia a lo que se ha denominado en la doctrina como ‘constitucionalismo abusivo’, el cual consiste o implica el ‘uso de los mecanismos de reforma constitucional -la reforma constitucional y la sustitución constitucional- para socavar la democracia’.
Ahora bien, debo resaltar que, en este caso, la situación resulta ser considerablemente más grave, ya que la alteración del equilibrio de los poderes -aspecto que desarrollaré con posterioridad en este voto- ni siquiera proviene de alguna medida establecida a través de la reforma constitucional, sino que tiene como origen el accionar de un órgano con carácter de poder constituido que pretende alterar el diseño establecido por el poder constituyente.
De similar forma, es importante mencionar que las constituciones contemporáneas no se limitan únicamente a establecer cuáles son los órganos básicos de los Estados, o a tutelar los derechos fundamentales de la ciudadanía, ya que también se caracterizan por predeterminar con mayor intensidad el ordenamiento al regular in extenso y a introducir los principios básicos relativos a la organización del poder público.
De este modo, cualquier propósito de alteración de cuestiones vinculadas -entre otras cosas- con la forma de gobierno no pueden ser emprendidas por la imposición o el uso irreflexivo de las prerrogativas o atribuciones que la norma fundamental otorga a los poderes del Estado – como podría ser, ciertamente, el hecho de aprobar leyes-, sino que requieren espacios importantes de deliberación e intercambio entre los poderes públicos y la propia ciudadanía para enriquecer las propuestas para la introducción de reformas.
Es por ello que la existencia del control judicial de constitucionalidad de las leyes está orientada a operar ‘como un contrapeso a la tendencia de todas las fuerzas políticas a librarse de sus fuerzas competidoras en la mayor medida posible’.
En este caso, la notoria celeridad del trámite de la Ley 31355 refleja, sin margen de dudas, el notable déficit de deliberación respecto de medidas que pueden generar un notable desequilibrio en el sistema de relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo reconocido en la Constitución de 1993.
Adertimos, de lo expuesto, que los proyectos fueron aprobados con una rapidez inusitada, al tratarse de temáticas considerablemente sensibles en relación con las tensiones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. En efecto, en prácticamente un mes se aprobaron los cuatros proyectos de ley, a lo que debe agregarse que, en la misma fecha en que se sustentaron los dictámenes de la Comisión de Constitución y Reglamento, el Pleno del Congreso votó la aprobación del texto. De hecho, y con el evidente propósito de acelerar su implementación, se exoneró a la autógrafa del trámite de la segunda votación.
Del mismo modo, es preocupante que los dictámenes en minoría no reciban la atención que, en el contexto de una democracia deliberativa, deberían tener. Por ejemplo, en relación con los cuatro proyectos de ley, el dictamen en minoría formulado fue presentado con fecha 13 de septiembre de 2021. Sin embargo, el día 16 -esto es, tres días después- se insistió en aprobar el dictamen en mayoría.
De similar forma, cuando se tramitaron las observaciones formuladas por el Presidente de la República, el dictamen en minoría se remitió con fecha 19 de octubre de 2021, y fue en esa misma fecha en que ambos dictámenes fueron sustentados, lo que culminó en la insistencia de la autógrafa de la ley.
Considero que el adecuado establecimiento de mecanismos de control y equilibrio al interior de toda sociedad democrática demanda que sea posible advertir la presencia de una suerte de tolerancia recíproca, y esto supone, indefectiblemente, que los grupos parlamentarios deben moderarse al momento de desplegar sus prerrogativas institucionales. No es posible garantizar una deliberación efectiva si es que los procedimientos para despersonalizar los reclamos no son atendidos, ya que, en esos casos, ‘la representación es ejercida solamente como un mecanismo de decisión, en el que la mayoría gana y las minorías parlamentarias, así como la ciudadanía en general, se ven privadas de su derecho a participar y deliberar’.
De este modo, la celeridad en el trámite para la aprobación de la Ley 31355, así como la falta de debate respecto de las observaciones formuladas en los dictámenes en minoría se han caracterizado por un serio déficit deliberativo que no solo compromete la legitimidad relativa al procedimiento para la aprobación de normas, sino que, como ha ocurrido en este caso, ha generado un notable desequilibrio entre las articulaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo.
  1. ii) Las cláusulas        cuestionadas contravienen  el         principio            de       rigidez constitucional
Un segundo aspecto que deseo resaltar en este voto es el relativo a que la aprobación de la Ley 31355 supone una seria vulneración del principio de rigidez constitucional, ya que el Congreso de la República pretende, a través de la introducción de una norma con rango de ley, alterar el diseño y equilibrio de los poderes establecido en nuestra ley fundamental, lo que supone, indudablemente, inobservar la idea de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico.
Para comprender lo que implica la rigidez constitucional, Lucio Pegoraro ha señalado que ‘[u]na constitución rígida en sentido técnico-jurídico, o sea modificable sólo a través de los procedimientos pertinentes, puede ser más o menos rígida en un doble sentido: a) desde una perspectiva comparatista, los procedimientos previstos pueden ser más o menos complejos, más o menos fáciles o difíciles de recorrer; b) dentro de la misma constitución, es frecuente encontrar diferentes grados en los procedimientos de revisión, según la materia tratada, o en relación a supuestos particulares’.
Sobre ello, debe hacerse recordar que las constituciones contemporáneas -y entre ellas, claro está, la peruana- se caracterizan por introducir un sistema de reglas de competencia, el cual es un ‘signo distintivo del estado de derecho, del estado constitucional. Es evidente que la determinación de las funciones, de los órganos, la cual implica la idea de competencia, hace resaltar la supremacía de la constitución. Si la constitución determina la competencia de los órganos, entonces, necesariamente es superior a las disposiciones y mandatos de estos’. No existe duda que las constituciones influyen notablemente en las democracias, y una de las formas en que lo hace es a través del establecimiento de niveles importantes de estabilidad, por lo que se suele encargar de establecer un marco democrático para el funcionamiento de las instituciones políticas básicas.
Como se conoce, las constituciones tienen una pretensión estabilizadora y racionalizadora en las relaciones entre los poderes públicos y la ciudadanía. Ahora bien, como hace recordar Konrad Hesse, estas intenciones o finalidades fracasan cuando a la constitución se le deja de considerar como vinculante. En este caso, en su escrito de contestación de demanda, el Congreso ha señalado que una de las finalidades de la regulación establecida en la Ley 31355 consiste en intentar equilibrar el funcionamiento de las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo. Sobre ello, advierto que el Congreso de la República puede, ciertamente, hacer referencia a una serie de propósitos con la introducción de ciertas reformas.
Sin embargo, cuando ello se efectúa inobservando los contenidos constitucionales de nuestra Ley Fundamental, queda entonces ‘abierto el camino por el que la Constitución pueda ser dejada de lado con solo invocar cualquier interés aparentemente más alto pero cuya superioridad será, con toda seguridad, puesta en cuestión. La idea básica de la Constitución escrita se ve entonces sustituida por una situación de inseguridad producida por una lucha constante de fuerzas y opiniones que en su argumentación no disponen de una base común de referencia’.
De hecho, en el ámbito del derecho constitucional comparado, existen diversas soluciones a la erosión a la que, constantemente, se ven expuestas las constituciones particularmente en sociedad con déficits democráticos. Una de ellas particularmente llamativa es la relativa al establecimiento de diversos niveles de rigidez al momento de diseñar una constitución. Se ha señalado que el propósito de esta clase de medidas es el de generar que sea más difícil ‘el cambio de disposiciones estructurales que son especialmente propensas a ser el blanco de los esfuerzos del constitucionalismo abusivo. También puede darse a las cortes el poder para denegar algunas de las reformas propuestas que resulten violatorias de los principios fundamentales del orden constitucional’.
En relación con el primer grupo de medidas, nuestro texto constitucional no ha reconocido
-al menos no de forma expresa- la existencia de alguna cláusula pétrea, como sí se ha hecho en el caso de las Constituciones de 1839 y 1933. La incorporación de esta clase de cláusulas en nuestra historia constitucional ha obedecido, por lo general, a la necesidad de enfrentar determinadas circunstancias que, en su momento, habían puesto en jaque a la nación. Sobre ello, es importante recordar que las cláusulas pétreas de ambas constituciones tenían la finalidad de evitar episodios como los vividos en la época de la Confederación Peruano-Boliviana y en el Oncenio de Leguía.
El texto actual de 1993 no ha incorporado algún precepto similar, pero de ello no se puede desprender que no exista alguna preocupación especial en relación con determinados principios o bienes constitucionales. En ese sentido, el Tribunal ha señalado que ‘lo concerniente a la separación de poderes y al régimen político diseñado por la Constitución es un límite para su reforma por ser parte de una especie de núcleo duro, conformado por aquellos valores y principios básicos que dan identidad a nuestro texto constitucional’.
De esta afirmación se desprende que, si bien la Constitución de 1993 no ha incorporado expresamente niveles diferenciados de rigidez respecto de sus preceptos, de ello no puede concluirse que no existan elementos estructurales que resulta fundamental preservar.
En efecto, el Congreso de la República no podría argumentar -como, de hecho, lo ha señalado en el escrito de contestación a la demanda- que la Constitución cuenta con elementos y conceptos indeterminados, por lo que, en ejercicio de su facultad interpretadora, solo ha procedido a dotarlos de un contenido específico.
Cuando el desarrollo de esta labor por parte del legislador ordinario tiene un importante impacto en las relaciones entre el Ejecutivo y Legislativo, la aprobación de esta clase de leyes solo genera un desequilibrio institucional y una clara intención de, bajo formas aparentemente legales, someter a otro de los poderes del Estado.
La incorporación de esta clase de cláusulas demanda no solo de una reforma reflexiva, prolija y equilibrada, sino que además requiere el inicio de un diálogo entre ambos poderes del Estado para evitar que uno de estos intente, bajo la excusa de emplear atribuciones constitucionales, imponerse respecto del otro.
Ciertamente, no pretendo discutir que, en el marco de una sociedad abierta de intérpretes de la Constitución, el Congreso tiene muchas cosas importantes que decir sobre el significado de las cláusulas constitucionales. Sin embargo, cuando en el desarrollo de esa labor inobserva las interpretaciones y conclusiones efectuadas por el Tribunal Constitucional, también vulnera la noción de supremacía constitucional.
Es precisamente el Tribunal Constitucional el órgano que, como intérprete final de la constitución, es el encargado de concluir si es que los comportamientos y conductas de los poderes públicos se enmarcan dentro de lo constitucionalmente permitido. Y es que, como bien hace recordar Pedro de Vega, ‘de poco serviría la proclamación política del principio de supremacía y el reconocimiento jurídico del concepto de rigidez, sin el establecimiento de los mecanismos sancionadores adecuados capaces de impedir su transgresión’.
En este caso, el propio Congreso de la República -a través de la Comisión de Constitución y Reglamento- ha admitido que la vía óptima para regular los aspectos relativos a la cuestión de confianza sería la reforma constitucional. Sin embargo, en virtud de consideraciones subjetivas -y que, por lo demás, representan una notoria inobservancia de los parámetros desarrollados por el Tribunal Constitucional- estimó que era pertinente efectuar estas regulaciones en una ley interpretativa.
En efecto, en el dictamen que terminó por aprobar la ley impugnada en este proceso sostuvo que ‘[e]videntemente, desde un punto de vista de contenido, la vía de la reforma constitucional podría ser considerada la óptima; sin embargo, el quiebre del principio constitucional de equilibrio de poderes generado por el Tribunal Constitucional en menoscabo de las funciones del Congreso de la República justifica que, con el fin de restablecer el orden constitucional quebrado, se pueda evaluar una opción que, desde un punto de vista de oportunidad, permita corregir estos excesos con la urgencia que lo amerita […]’.
En este caso, pese a que el Tribunal ya precisó los alcances de la cuestión de confianza – así como la forma en que ella podía ser interpretada-, el Congreso de la República ha ignorado este entendimiento de la constitución que fue establecida por su intérprete final. No tengo dudas que, como en toda democracia, dicho poder del Estado puede discrepar de las conclusiones que formula el Tribunal Constitucional, pero ello desde ningún punto de vista lo faculta para que, a través del uso de mecanismos propios de un poder constituido, pueda deliberadamente inobservar sus pronunciamientos.
Es precisamente el control de constitucionalidad el que, como modo de reacción inserto por los propios órganos de creación y aplicación del Derecho, consigue formalizar y hacer inmediatamente operativa la primacía de la Constitución sobre las leyes21.
De este modo, la Ley 31355 ha vulnerado la Constitución, ya que, de forma subrepticia, pretende modificarla -a través del uso de una supuesta “ley interpretativa”- acudiendo a un mecanismo distinto al de la reforma constitucional y caracterizado, como ya se precisó, por un notable déficit deliberativo.
iii)        Las cláusulas impugnadas vulneran el principio de separación y equilibrio entre los poderes
La división de poderes se encuentra inexorablemente vinculada a la idea de la supremacía de la constitución. Se ha sostenido, sobre ello, que ‘[t]odo tipo de división de poderes presupone la prioridad de aquel Derecho que distribuye las diferentes materias o funciones del poder público. A su vez, la división de poderes, organizada en función de estos principios, garantiza la supremacía de la norma constitucional. Por lo tanto, el control del poder público mediante la separación de poderes o un sistema checks and balances que tenga por objeto asegurar la supremacía de la Constitución, es un objeto esencial de la Constitución’.
Ahora bien, para entender, en su verdadera dimensión, en qué medida la Ley 31355 – adoptada por el Congreso de la República- supone una serie afectación del balance y equilibrio de poderes, resulta fundamental efectuar algunas consideraciones a propósito de la forma de gobierno que se desprende de la Constitución de 1993. El Tribunal Constitucional ya ha señalado, en la sentencia sobre la disolución del Congreso, que nuestra forma de gobierno es peculiar y autóctona, y que, en esa medida, no puede ser encajada en los clásicos modelos del presidencialismo estadounidense o de los parlamentarismos propios de la Europa continental.
Ahora bien agregar que, por lo general, en América Latina existe, por razones culturales e históricas, un considerable acercamiento a los modelos presidencialistas. Sin embargo, en varios de los países de la región ello ha ido de la mano con la inserción de mecanismos de control en manos del órgano legislativo.
Sobre ello, ha señalado Giuseppe de Vergottini que, en América Latina, las formas de gobierno son considerablemente complejas, y que, de hecho, una importante cantidad de textos constitucionales de la región se apartaron del modelo norteamericano al disponer de formas de colaboración entre los poderes propio del gobierno parlamentario y, en particular, mecanismos de responsabilidad política del mismo presidente ante la asamblea respectiva.
Algunos autores hacen referencia a una suerte de “parlamentarismo presidencial”, en el que el jefe del Ejecutivo, ‘sería a la vez Jefe de Estado y jefe de Gobierno y sería elegido por sufragio universal. El Parlamento podría acusarle, pues sería responsable, pero a cambio el Jefe del Estado podría actuar sobre él mediante la cuestión de confianza y la disolución’.
En líneas generales, esta suerte de presidencialismo latinoamericano se ha visto recurrentemente expuesto a una considerable cantidad de tensiones y conflictos entre los poderes del Estado. Sobre ello, se ha señalado que ‘cuando al presidente le falta una mayoría propia (el así llamado gobierno dividido), el sistema se muestra proclive a una lucha por la preponderancia, una pugna de poderes entre Ejecutivo y Legislativo. Puede haber bloqueo mutuo y como salida al problema de la gobernabilidad producirse el desequilibrio en favor del órgano que reclama mayor legitimidad […]’.
Precisamente una de las funciones de todo ordenamiento o régimen constitucional radica en la ordenación de las instituciones de gobierno, lo que supone la atribución de poder a uno o más órganos, cuyas estructuras y competencias se suelen establecer en las cláusulas de la Ley Fundamental. Esto implica reconocer una voluntad unitaria del poder, ‘diviendo y coordinando sus diversos elementos”.
En el caso concreto de la posibilidad de introducir, a través de normas con rango de ley, restricciones a la facultad del Poder Ejecutivo de interponer una cuestión de confianza, el Tribunal ya ha señalado de forma enfática que si ella es entendida como una facultad del Poder Ejecutivo, cuya finalidad esencial es servir de contrapeso a la potestad del Congreso de hacer políticamente responsable a los ministros (mediante la moción de censura), las restricciones a dicha facultad introducidas por la norma impugnada vulnerarían el principio de balance entre poderes, que es un rasgo de identidad de nuestra forma de gobierno, el cual no puede ser alterado ni aun vía reforma constitucional sin quebrantar la separación de poderes (artículo 43 de la Constitución).
De este modo, introducir a través de una ley una serie de restricciones al uso de la cuestión de confianza -la cual se presenta, en nuestro modelo, como una herramienta de contrapeso que suele emplear el Poder Ejecutivo, supone una seria vulneración del principio de separación y equilibrio de poderes.
Hay que agregar que esto se ha producido en el marco de un irreflexivo y apresurado intento de reducir las atribuciones propias del Poder Ejecutivo, pero que no se han planteado con la misma intensidad respecto del Congreso de la República. Ello genera que el sistema establecido en la Constitución de 1993 se vea afectado por actos emanados de uno de los actores involucrados, el cual es, en este caso, el Poder Legislativo.
Así, la implementación de restricciones no previstas en la Constitución, así como la falta de introducción de mecanismos de contrapeso han supuesto una vulneración del principio de equilibrio de poderes.
  1. iv) Las cláusulas impugnadas insertan un desbalance en nuestra forma de gobierno.
El Tribunal Constitucional ha señalado que, en nuestro modelo, existen dos formas de articular la cuestión de confianza. Por un lado, se le emplea en el acto de investir al Presidente del Consejo de Ministros, lo que supone que es el Congreso de la República el que, finalmente, confirma o revoca la composición de dicho órgano; o, en todo caso, a través de una libre iniciativa ministerial, la cual suele surgir, por lo general, a propósito de un notorio escenario de tensión que, eventualmente, puede conducir a problemas de gobernabilidad.
De esto se desprende que, si bien en los modelos latinoamericanos el Presidente de la República suele ostentar un importante elenco de facultades, no por ello se le debe considerar en todos los escenarios como un poder incontrolable o que merme las atribuciones del órgano legislativo.
Sobre ello se ha destacado que, paradójicamente, ‘de la centralidad presidencial no debe deducirse que los poderes del Congreso sean escasos, antes bien, el Parlamento de los Estados Unidos es, posiblemente, el Parlamento más influyente del mundo. El Congreso dispone de poderes importantes […]’. La cita se refiere al modelo estadounidense, pero sus consideraciones bien podrían ser extrapoladas a la forma de gobierno reconocida en la Constitución de 1993. En efecto, en nuestro modelo constitucional el Poder Legislativo no solo es el autorizado de nombrar a funcionarios de un importante rango de la estructura estatal, sino que, además, se encuentra facultado a emplear diversos mecanismos de control que son propios de sistemas parlamentarios, como ocurre con la interpelación y la censura.
En ese contexto, la cuestión de confianza surge, en nuestro modelo, como una herramienta de exigencia de responsabilidad que ejerce el Congreso de la República frente al Consejo de Ministros. Se trata, como se mencionó a propósito del modelo presidencial latinoamericano, de una figura que, si bien tiene corte parlamentario, ha sido introducida en una forma de gobierno predominantemente presidencialista, y permite generar un importante nivel de equilibrio en el desarrollo de las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo.
De hecho, en los modelos parlamentarios se suele considerar que el “voto de desconfianza” es el ‘mecanismo principal que el sistema parlamentario tiene para la materialización de la responsabilidad […] es el voto de desconfianza, que, en caso de prosperar […], tiene como consecuencia ya sea la dimisión del gobierno […], o la disolución del Parlamento, y la consiguiente convocatoria a nuevas elecciones […]’.
La institución de la cuestión de confianza es reconocida, expresamente, en la Constitución de 1920. Al respecto, el artículo 133 disponía que “[n]o pueden continuar en el desempeño de sus carteras los Ministros contra los cuales algunas de las Cámaras haya emitido un voto de falta de confianza”. Sobre este episodio ha hecho recordar Manuel Vicente Villarán que ‘[a]l reunirse la Asamblea Nacional de 1919, la práctica de la censura por una Cámara con efectos decisivos, había tomado la consistencia de costumbre más poderosa que la ley.
La Comisión de esa Asamblea que preparó el proyecto de la Constitución de 1920, propuso sin explicaciones el siguiente artículo: “No pueden continuar en el desempeño de sus carteras los Ministros contra los cuales una de las Cámaras haya emitido un voto de falta de confianza”. En esos términos fue aprobada sin debate por 72 votos contra 2 […]. Así quedó elevado el voto político contra los Ministros, por primera vez de modo durable, a la categoría de un precepto de la Constitución. Su antiguo carácter de sanción motivada por faltas del Ministro en el ejercicio de su cargo, fue alterado, adquiriendo la naturaleza de un acto subjetivo de desconfianza’.
En el caso del texto constitucional de 1933, el artículo 174 reconocía que “[l]a no aprobación de una iniciativa ministerial no obliga al Ministro a dimitir, salvo que hubiese hecho de la aprobación una cuestión de confianza”. Otro precepto relevante de este texto constitucional lo es, sin duda alguna, el contenido en el artículo 167, según el cual ‘[e]l Presidente del Consejo al asumir sus funciones concurrirá a la Cámara de Diputados y al Senado, separadamente, en compañía de los demás Ministros, y expondrá la política general del Poder Ejecutivo’.
Sobre ello, Landa hace recordar que ‘[e]l objeto de la presentación del programa no era solamente dar a conocer al Congreso la política general del gobierno, sino que a juicio del constituyente Clemente Revilla era: “conferirle (al Congreso) la grave atribución de aprobarla o desaprobarla al ser informado de ella, y en este último caso, impedir que el Gabinete entrase en funciones obligándolo a dimitir’. Sin embargo, dicha exposición debía llevarse a cabo no solo ante la Cámara de Diputados, sino también ante el Senado Funcional, que nunca se llegó a instalar; motivo por el cual, jamás se hizo exigible que se sometería al voto la exposición del Presidente del Consejo, incluso ante la Cámara de Diputados.
La Constitución de 1979 contenía un precepto similar al de la carta anterior, ya que el artículo 226 establecía que ‘[l]a desaprobación de una iniciativa ministerial no obliga al Ministro a dimitir, salvo que haya hecho de la aprobación una cuestión de confianza”. En el caso de la Constitución vigente, el Tribunal ha señalado que:
‘[…] la cuestión de confianza que pueden plantear los ministros ha sido regulada en la Constitución de manera abierta, con la clara finalidad de brindar al Poder Ejecutivo un amplio campo de posibilidades en busca de respaldo político por parte del Congreso, para llevar a cabo las políticas que su gestión requiera’.
Entonces, la norma impugnada, al establecer que «no procede la interposición de una cuestión de confianza cuando esté destinada a promover, interrumpir o impedir la aprobación de una norma o un procedimiento legislativo o de control político», resulta inconstitucional por contrariar el principio de balance entre poderes, pues restringe indebidamente la facultad de los ministros de poder plantear al Congreso de la República cuestiones de confianza en los asuntos que la gestión del Ejecutivo demande, desnaturalizando así la finalidad constitucional de referida institución y alterando la separación de poderes.
De este modo, el Tribunal declaró que la introducción de reformas en el Reglamento del Congreso orientadas a limitar la cuestión de confianza resultaba contraria al principio de equilibrio de poderes. Esto obedece a que instituciones como la cuestión de confianza permiten al Poder Ejecutivo de reaccionar frente a la presencia de alguna tensión que haya podido ser planteada o iniciada por el Congreso de la República. Este órgano, a su vez, puede exigir responsabilidad al Ejecutivo mediante el uso de la interpelación y de la censura. Se trata, en buena cuenta, de un diseño planteado por el constituyente en virtud del cual tanto el Ejecutivo y el Legislativo pueden ejercer un control de forma recíproca, y esto supone, evidentemente, que cualquier alteración de estas herramientas tenga que tener un impacto indefectible en nuestra forma de gobierno.
En este caso, la Ley 31355 inserta una serie de modificaciones a la cuestión de confianza y, sin embargo, no ha planteado o introducido alguna clase de reforma de los mecanismos que emplea el Poder Legislativo para ejercer presión y solicitar responsabilidades a nivel ministerial. De hecho, en los últimos años también se ha advertido un uso reiterado de la figura de la vacancia por incapacidad moral. En mi voto formulado de forma conjunta con el magistrado Carlos Ramos Núñez en el expediente 00002-2020-CC, precisamos que no se podía interpretar la Constitución peruana en el sentido que se tratara de una herramienta que, por el peso de los votos, pudiera generar que el Congreso se imponga frente al Ejecutivo cuando este último no tuviera una importante representación en el órgano legislativo. De manera específica, sostuvimos que no cualquier cuestionamiento efectuado en contra del Presidente de la República puede ser catalogado, por la simple imposición de los votos, como una razón válida desde la Constitución para poder solicitar su vacancia. Esta apreciación no solo se deduce de las constantes preocupaciones que los propios constituyentes, en diversos momentos históricos, demostraron por un eventual uso arbitrario de esta figura, sino que además encuentra una especial lógica en el régimen político que es posible desprender de la Ley Fundamental.
De este modo, y pese a ser de conocimiento por parte del Poder Legislativo que también se han presentado escenarios de un uso desmedido de sus atribuciones reconocidas en la Constitución de 1993, este órgano no ha aprobado ninguna reforma que permita generar un nivel de equilibrio con el Poder Ejecutivo, lo cual ha generado que, incluso a la fecha en que se expide esta sentencia, exista un notorio escenario de tensión y conflicto entre ambos poderes del Estado. Al respecto, el Tribunal ya ha precisado que “cuestiones técnicas como la cuestión de confianza, la crisis total gabinete o la facultad presidencial de disolución del Congreso de la República no se caracterizan únicamente por su complejidad, sino además por su marcada incidencia en la naturaleza de nuestro régimen político al tener un importante impacto en el esquema de los mecanismos para el control del poder”.
Por lo expuesto, la Ley 31355 ha generado una alteración de la forma de gobierno que no se deriva ni de la Constitución ni de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
  1. v) Las cláusulas impugnadas inobservaron la jurisprudencia desarrollada por el Tribunal Constitucional
He sostenido en este voto que la expedición de la Ley 31355 ha supuesto, entre otras cosas, una manifiesta vulneración de la noción de rigidez constitucional. En este apartado también deseo enfatizar que la normatividad impugnada ha inobservado los parámetros que, en su rol de intérprete final de la Constitución, ha desarrollado el Tribunal Constitucional.
La labor de interpretar una norma de características tan especiales como lo es, sin duda, la Constitución, se encuentra estrechamente conexa con la noción misma del control de constitucionalidad. De este modo, ciertamente el Congreso de la República puede aprobar leyes que, de cierto modo, puedan desarrollar sus preceptos (los cuales, por lo general, son ambiguos e indeterminados), pero de ello no se puede concluir que sus interpretaciones puedan inobservar los criterios desarrollados por el Tribunal Constitucional, órgano que, en nuestro modelo, es el intérprete final de la Constitución de 1993.
Como bien hace recordar Pedro Cruz Villalón, la interpretación constitucional suele desarrollarse por múltiples agentes, pero es precisamente el Tribunal Constitucional el que brinda una interpretación que es de carácter supremo35, y esto obedece a que es función de este órgano el de constituirse como entidad de cierre de la justicia constitucional en el orden interno.
En efecto, el margen de interpretación del Congreso de la República respecto de los preceptos constitucionales se agota en los escenarios en los que el Tribunal Constitucional hubiese establecido un sentido final de lo dispuesto en nuestra Ley Fundamental. Ello, desde ningún punto de vista, supone desconocer el rol primario que ostenta el Poder Legislativo cuando expida leyes, solo supone que ese marco de actuación tiene como límite lo expresamente ordenado o proscrito en nuestra jurisprudencia.
Al respecto, Joseph Raz ha señalado que “es generalmente aceptado que las interpretaciones están sujetas a una evaluación objetiva, es decir, que algunas son defendibles y otras no lo son”. En efecto, las interpretaciones ajenas a lo desarrollado por este Tribunal no pueden ser consideradas como válidas, ya que ellas son de obligatoria observancia para todos los poderes públicos, tal y como se ha establecido en el Código Procesal Constitucional del 2004 y en el Nuevo Código Procesal Constitucional.
En relación con este punto, es necesario señalar que los Tribunales Constitucionales tienen un importante papel en el asentamiento de nuevos regímenes constitucionales, o en la consolidación de democracias en una situación de precariedad, como ocurre en la actualidad en el escenario peruano. En efecto, defender la supremacía de la Constitución, así como los efectos de los fallos de su intérprete final, resulta vital para evitar que nuestra Ley Fundamental se vea expuesta al inevitable riesgo de interpretaciones interesadas o a situaciones de grosero incumplimiento de sus preceptos.
La observancia de los preceptos constitucionales y de las interpretaciones que, sobre ellos, ha efectuado el Tribunal Constitucional permite un importante nivel de cohesión y estabilidad en el marco de sociedades caracterizadas por su heterogeneidad. A ello puedo agregar que, en los casos en los que la política se desarrolla en un escenario de constante conflicto y tensión entre los poderes públicos -los cuales no han hecho mucho por poner fin a esta incertidumbre, los fallos que expide este supremo intérprete de la Constitución suponen el inicio de lo que debería ser un diálogo inter-institucional.
En efecto, no estimamos que los fallos del Tribunal Constitucional sean necesariamente el fin de una discusión sobre la forma en que deben articularse las relaciones entre los poderes públicos. Antes bien, pueden ser el inicio de la inserción de reformas que, considerando nuestros problemas y necesidades, puedan culminar con las constantes pugnas en el poder.
De este modo, se advierte una seria erosión a la democracia cuando el Congreso de la República no solo discrepa de las interpretaciones efectuadas por el Tribunal Constitucional, sino que las inobserva de forma abierta y deliberada. Esta intención se menciona expresamente en el dictamen de la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso de fecha 8 de septiembre de 2021, en el que menciona que, uno de los “beneficios” de la aprobación de los proyectos de ley que pretendían regular la cuestión de confianza, era que esto le permitiría al Tribunal Constitucional “enmendar su errada interpretación respecto de la posibilidad de que existan diversas formas y órganos que puedan ser quienes decidan si el Congreso aprobó o no una cuestión de confianza”.
De hecho, este mismo dictamen también menciona que uno de los propósitos de esta propuesta radica en evitar “decisiones interpretativas del Tribunal Constitucional”.
(…) Aunque el Congreso de la República pueda discrepar de las decisiones adoptadas por el Tribunal Constitucional, esto desde ningún punto de vista autoriza que este órgano del Estado pueda adoptar leyes con el propósito de hacer prevalecer su propio entendimiento de la Ley Fundamental. No hay duda que los fallos de las autoridades jurisdiccionales pueden ser criticados y sometidos a deliberación -como ocurre en cualquier sociedad democrática-, pero ignorar la condición que ostenta el Tribunal de órgano de cierre de la justicia constitucional podría generar escenarios futuros en los que no se respete el contenido de sus decisiones, con todas las lamentables consecuencias que ello genera en una sociedad democrática. No en vano ha mencionado el justice Robert Jackson en Brown v. Allen, refiriéndose a la condición de los fallos de la Corte Suprema Federal de los Estados Unidos, que “no somos la última instancia porque seamos infalibles, sino que somos infalibles sólo porque somos la última instancia”.
Una afirmación similar puedo formular en relación con los fallos del Tribunal Constitucional peruano (sic).  LEDESMA NARVÁEZ”

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