En las dos décadas de democracia, al parecer, todo se ha confabulado para destruir la viabilidad de un sistema de partidos políticos, no obstante que la economía se cuadruplicaba y se reducía pobreza del 60% de la población a 20% hasta antes de la pandemia y el gobierno de Pedro Castillo (hoy este flagelo se acerca al 30%).
Debates sobre control de oenegés y movimientos regionales en el Perú
Si el Perú hubiese sido una sociedad sin mayores vínculos con el ideal republicano, la crisis de los partidos de los últimos años no habría representado mayor problema. Sin embargo, la inviabilidad de los partidos se transformó en una crisis perpetua de la política que, finalmente, terminó afectando el crecimiento y nuestro camino hacia el desarrollo. Si el país en la última década hubiese crecido sobre el 6% del PBI, tal como lo hacía en la década previa, se habría acercado al desarrollo en el Bicentenario. Sin embargo, la crisis política se tragó cualquier posibilidad y nos trajo a Castillo con el aumento de la pobreza.
Si el Perú hubiese tenido un sistema de partidos no se habría desatado tamaña crisis política. Los partidos del siglo pasado se erosionaron de gravedad cuando se negaron a impulsar las reformas económicas para transformar el estado populista, el estado empresario de la hiperinflación de los ochenta. Lo hizo Alberto Fujimori, un outsider antipartidario. No obstante, luego del fin del fujimorismo de los noventa, empezó a surgir un elenco estable en la política conducido por personalidades.
En este contexto sorprendentemente el progresismo nacional, o el llamado fenómeno caviar, desarrolló una de las movilizaciones más feroces en contra de la posibilidad de construir un sistema de partidos. La judicialización de la política y las guerras entre fujimoristas y antifujimoristas se convirtieron en los hechos más nocivos en contra de la posibilidad de organizar partidos. Se alentaron normas a favor del transfuguismo y el propio Tribunal Constitucional –con magistrados con los plazos vencidos– estableció que la consciencia individual de los parlamentarios era un principio superior a los partidos políticos. Por ejemplo, Perú Libre llegó al actual Congreso con 44 representantes, que hoy se han dividido en 6 bancadas. Vale anotar que en las democracias con relativa salud, si un parlamentario abandona una bancada pierde la curul y el partido lo reemplaza con otro militante. Por otro lado, la existencia de movimientos regionales destruyó la posibilidad de organizar partidos nacionales por la tentación de los caudillos locales.
Es en este contexto en que se llegó al devastador momento de fragmentación política en que las economías ilegales, las llamadas organizaciones de la sociedad civil –sobre todo las denominadas oenegés–, los resultados eventuales de cualquier encuesta, los medios de comunicación consideran que tienen mayor autoridad que los políticos para conducir a las instituciones republicanas. Incluso, se invocan encuestas para justificar el adelanto electoral.
Desde el surgimiento del republicanismo moderno con la Ilustración y las sucesivas revoluciones industriales –incluso considerando la actual revolución digital– las sociedades que viven en libertad no han inventado ni creado fenómenos alternativos a los partidos para ejercer el poder. De allí, por ejemplo, que las democracias más longevas del planeta –es decir, los Estados Unidos y el Reino Unido–, más allá de las crisis y erosiones, continúen siendo sinónimos de sus respectivos sistemas de partidos.
Los partidos, al constituirse en los príncipes modernos de la vida pública por el mandato popular, son esclavos de la gobernabilidad y dependen del sufragio de los electores: pueden ser aprobados, rechazados o eliminados del sistema. Allí reside la capacidad para formar parte de los sistemas de controles institucionales que se organizan en una república.
Sin la llamada partidocracia –es decir, sin el gobierno de los partidos en el sistema republicano– siempre encontraremos un partido único que gobierne en nombre de una ideología, una teocracia que conduzca el Estado en nombre de una religión, una suma de oenegés que gobiernen en nombre de una gaseosa sociedad civil sin rendir cuentas a los electores o cualquier esquema de la sociedad civil creado por los poderes fácticos de la globalización. En una democracia de baja intensidad, igualmente, la falta de una partidocracia creará el gobierno de las economías ilegales.