Algunos de quienes combatimos el autoritarismo (no “dictadura” pues bajo esa administración, por ejemplo, el actual director del diario La República, Gustavo Mohme Seminario, se sentó muy sonriente en la salita del SIN junto al asesor presidencial Vladimiro Montesinos, ajeno a persecuciones y bajo sospecha de otros favoritismos) de Alberto Fujimori desde el Foro Democrático y el Comité Cívico por la Democracia, mucho tendríamos que decir acerca de las oscuridades de un régimen signado por diversas características de fragilidad en el terreno del ejercicio de las libertades y la moral pública.
Sin embargo, la lectura histórica de nuestro país – a quienes redentores zurdos de pacotilla le impusieron su agenda de odio disfrazándola de justicia – obliga a mirar el fallecimiento del ex gobernante en un espejo universal y no unilateral. Más aún cuando miles de compatriotas despiden sus restos mortales con dolor y gratitud, contradiciendo esa tendencia malévola de bazofias nativas acostumbradas a cebarse en los cuerpos inertes de sus adversarios. Es cierto: la muerte no hace mejor pero tampoco peor a los que la alcanzan. Es la dimensión donde los balances objetivos deberían prevalecer y sobre Fujimori habrá que arar mucho para ejercitarlos.
Veo tres implicancias de lo que podemos llamar la era post Fujimori. La primera ya la estamos viviendo: el debate respecto a las luces y sombras del gobierno 1990-2000. Celebro de verdad la mayoritaria apertura de los medios de comunicación tradicionales a una discusión alturada y metódica, donde el reconocimiento a los activos y el señalamiento de los pasivos se vierten con propiedad. Las voces del estiércol nacional, felizmente, son aplacadas en las redes sociales y periódicos marginales por ese masivo sentimiento de peruanos que le otorgan al ex rector de la Agraria un lugar de privilegio en sus corazones.
La segunda es el peligroso rescate y valoración de la mano dura aplicada por Fujimori como esquema de solución a los principales problemas locales, visto el fracaso de la democracia ortodoxa en la cual sus más visibles exponentes muestran incapacidad para los acuerdos sensatos y con visión de futuro. Lo grave es que esa mano dura ofrece alternativas de extrema izquierda y extrema derecha. En el Perú de hoy tenemos epónimos de Nicolás Maduro pero también de Nayib Bukele con grandes posibilidades de ganar la presidencia el 2026 o antes. Como dice Felipe Ortiz de Zevallos, casi nadie aprecia ahora la virtuosidad del centro político.
Y tercero, es muy probable que – pasada la parafernalia de las exequias de su líder – el fujimorismo ingrese a una etapa de extinción como ocurrió a todas las expresiones colectivas materializadas por la personalidad de un caudillo. Keiko ha demostrado muchas veces falta de perspectiva, horizonte y cálculo (paradójicamente, las virtudes de su padre) para conducir la herencia fujimorista, pese a tener las atribuciones de una jerarquía incuestionable. Tres derrotas electorales y hoy sin el imaginario de un Alberto vivo y atento a su destino, augura el funeral cívico de Fuerza Popular.