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ASALTO AL CONGRESO

Por Luis Gonzales Posada


La denuncia presentada en la OEA por el presidente Pedro Castillo y su canciller, César Landa, acusando al Congreso y a la Fiscalía de la Nación de ejecutar una nueva modalidad de golpe de Estado, representa una infame maniobra político-diplomática para victimizar al primer mandatario, agraviando tracaleramente a dos instituciones democráticas que están actuando con estricto apego a sus atribuciones constitucionales.
La delegación peruana ante el Consejo Permanente del organismo hemisférico, en efecto, utilizó los mismos argumentos de las portátiles regimentadas que asisten a los consejos de ministros descentralizados o a la Casa de Pizarro, clamando por la clausura del Parlamento, calificando de basura a medios de prensa opositores y tachando de narcotraficante a la Fiscal de la Nación.
Ahí reside el verdadero golpe, pero impulsado por el Poder Ejecutivo, como se demostrará al Grupo de Alto Nivel cuando visite Lima.
En nuestra historia republicana se han producido numerosos golpes y, en todos los casos, el Congreso ha sido clausurado. Pero el más devastador e ignominioso ocurrió en 1932, durante el régimen del dictador Sánchez Cerro, episodio que abordo en un libro que lleva por nombre el título de este artículo y que presentaré próximamente.
El 22 de agosto de 1930, el comandante Sánchez Cerro derrocó al presidente Augusto B. Leguía, que lo había protegido en su azarosa carrera militar, primero perdonando su participación en una asonada en la ciudad del Cusco, en 1922, por lo cual fue derivado a la prisión de Taquile (Puno), una isla casi despoblada a cuatro mil metros de altura.

Fuera de la carrera, buscó al jefe de Estado, ante quien se mostró contrito y arrepentido. Conmovido, el mandatario lo incorpora a filas, destacándolo al Estado Mayor del Ejército y luego –insólitamente– a las agregadurías militares del Perú en Francia e Italia, de octubre de 1926 a enero de 1929, desde donde continúa conspirando.
A su retorno a Lima –y a pesar de todas las advertencias– Leguía lo asciende al grado de teniente coronel, encargándole la jefatura de la estratégica plaza de Arequipa, ciudad donde se levanta en armas, publicando un agresivo manifiesto redactado por quien sería su asesor político y ministro de Justicia, José Luis Bustamante y Rivero, hecho referido muy a la ligera en los textos políticos.
En travesía al exilio, en el BAP Grau, Sánchez Cerro ordena que el buque retorne al Callao, amenazando con bombardear la nave si incumplían sus órdenes. Enfermo, con fiebre y retención urinaria, Leguía es internado primero en la isla San Lorenzo y luego en el Panóptico, donde lo someten a las más perversas vejaciones durante un año y seis meses, hasta que muere pesando 49 kilos, sin juicio ni sentencia, pobre, abandonado por áulicos y agraviado por sus enemigos políticos.
En ese primer periodo, del 27 de agosto de 1930 al 31 de marzo de 1931, Sánchez Cerro crea un inconstitucional Tribunal de Sanción, clausura la Universidad de San Marcos, disuelve la Confederación de Trabajadores del Perú (CGTP) y reprime violentamente manifestaciones obreras en Talara, Cerro de Pasco y Oyolo, asesinando, en este último caso, a 23 obreros y tres empleados.
Ante un movimiento revolucionario en Arequipa, la Marina de Guerra exige la renuncia del dictador, que dimite el 1 de marzo de 1931, para retornar cuatro meses después como candidato presidencial de la Unión Revolucionaria, partido de corte fascista.

Gana las controvertidas elecciones y, en el ejercicio despótico del cargo, comete toda clase de tropelías, entre ellas ordenar que la tropa asalte el Congreso para detener y deportar a los legisladores apristas ahí apertrechados. Fueron tiempos de barbarie, de odio, maldad y destrucción, tema del que nos ocuparemos en la próxima entrega.

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