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LOS INTOLERANTES II

 

Escribe: Aníbal Quiroga León (*)

 

 

 

Intolerante es aquel que quiere instituciones monocordes, sin admitir ni aceptar una pizca de diferencia en el pensamiento, logrando que en una comunidad solo se pueda hablar a media voz, con temor y en permanente represión.

 

 

Como ya se ha dicho, y está muy visto, si hay algo que distingue muy claramente a la sociedad peruana es su profunda intolerancia y prepotencia. Está marcado en su élan vital.  Se percibe en las calles, en las escuelas, en el trabajo, en las instituciones, en las universidades y -ciertamente- en las relaciones del poder. Y en época de pandemia ello se ha contrastado aún más. Hay gente –de toda laya y de todo género- que honestamente cree que la intolerancia es un signo de distinción, de caché, una expresión de democrático refinamiento, una marca indeleble de la gentita de bien. Una suerte de dedito meñique en alza.
Intolerante es aquel o aquella que en nombre de valores que –como dice la canción de Serrat- no tiene el gusto de conocer, ni de ejercer, niega derecho y oportunidades a los demás. Intolerante es el que no deja hablar a los demás, el que no entrevista, sino interroga acremente, apotegma, se responde a sí mismo(a) y termina editorializando permanentemente, haciendo del entrevistado tan solo un taburete en el que rebotan las propias palabras finales del siempre intolerante.
Intolerante es también quien toma -sin que nadie se lo de- el nombre de una mayoría para desconocer los derechos de las minorías, olvidando que la verdadera democracia alcanza a la democracia de las minorías y que los valores constitucionales proscriben cualquier tipo de discriminación. Si no fuera así, toda minoría (los hispanos, afrodescendientes, nativos en los EEUU, los católicos en la India, los blancos en Sudáfrica, etc.) siempre estaría condenada a su extinción y aplastamiento.
Intolerante son aquellos personajillos y personajillas, frustrados(as) con su vocación jurídica, cobijados en la impunidad de las anónimas e implacables redes sociales, amparados en la masificación de la información que hoy permite una alta tecnología a la mano, con poca valentía, insulta a los demás acusando una clamorosa falta de ideas, o califica de “mentiroso” a quien simplemente da una mera, simple y ciudadana opinión con la que no están de acuerdo, como si las opiniones (basadas en la libertad de pensamiento) fueras falsas o verdaderas, en un atorrante desconocimiento de la esencia idiomática.
Intolerantes son aquellos que desde las instituciones a las que pertenecen (públicas y privadas) proclaman permanentemente valores democráticos de apertura, tolerancia, meritocracia y democracia que no practica, pero que reprime con gran dedicación, apartando y castigando a los disidentes por el sólo crimen de disentir, de pensar distinto, de creer distinto, de querer distinto.
Intolerantes son aquellos que desde el poder que a veces les toca ejercer, responden con prepotencia sacando siempre su “carnet de socio” para recordarnos y recordarse a sí mismo el siempre efímero cargo que ejerce, mostrando -de paso- escasez de ideas y de recursos, armando peroratas sin admitir preguntas ni repreguntas (“declaraciones” les llaman los “expertos en el marketing político”), o hacen remedos de “conferencia de prensa” verticales y regladas con solo cinco preguntitas sorteadas entre todos los medios de comunicación del país, sin derecho a repreguntas, demostrando una clara debilidad antes que siquiera mediana habilidad.
Intolerantes son aquellos que se llenan la boca de democracia, participación y apertura, pero que se duelen y agreden a mansalva cuando en una buena lid electoral saltan a la palestra opciones diferentes a las suyas o a aquellas que su corazón e intereses le dicta.
Intolerantes son aquellos que llama a la petición de cambio y alternativa del poder “oportunismo electoral” después de haber ejercido cargos por largo tiempo, con grosero desconocimiento supino de las reglas esenciales de la democracia y de la alternancia en el poder, sobre todo cuando su favoritismo tiene en una institución privada más de 15 años continuos en el poder.
Intolerantes son aquellos que recusan el reeleccionismo en los demás, de los malos, de los tiranos y autócratas, como una oscura y nociva necesidad de perpetuación en el poder, pero alientan esa reelección permanente en casa propia para quedarse él, y/o su gentita, en el poder.

 

Tremendamente intolerantes son los medios que recusan el éxito comercial de los demás y que, ante la falta de recursos para ganar empresarialmente a sus competidores

 

 

Intolerantes son aquellos despistados exministros que ejerce su cartera sin vocación ni convicción, pero con golosa fruición, que siempre se asume democrático por sí y ante sí, pero que necesita de la “luz verde” de quien está fuera de la Constitución, y que con paranoia ven adversarios “aprofujimontesinistas” por cualquier lado, hasta en su sombra, evidenciando su marcada escasez de ideas pese a sus pomposos andares y su rol de perdonavidas excátedra, hasta que la realidad política les dio su merecido.
Tremendamente intolerantes son los medios que recusan el éxito comercial de los demás y que, ante la falta de recursos para ganar empresarialmente a sus competidores, corre hacia el poder a implorar una impropia y cortesana ayuda gubernamental para su pleito empresarial.
Intolerante en grado superlativo es el intelectual que permanente y maniqueamente divide el mundo entre dos lóbulos: el del bien, donde él habita, y el del mal, donde moran todos los que no sienten ni piensan como él, sancionando con su desprecio eterno a todo aquél que considere haya cruzado hacia las líneas hacia el  mal mientras llena sus arcas con pingües ganancias a costa de las famosas “órdenes de servicio” con las que ordeñan permanentemente al Estado en nombre del bien, de la tolerancia cero a la corrupción y de una mal llamada “diplomacia social”. Todo esto arropado en las banderas de los más excelsos valores democráticos de libertad, tolerancia, inclusión y participación plural de “todas las sangres”, de todos “los hermanos peruanos” y de todas las ideas liberales.
También es intolerante quien en su trabajo intelectual sólo cita lo que le favorece, contra el más puro desarrollo intelectual, sólo a los que le dan la razón y le revientan cohetes, poniendo en el olvido y en el ostracismo toda opinión o posición discrepante con la que no se siente capaz de confrontar ni debatir con las banderas de sus propias ideas. Negacionismo y veto, son sus verdaderos estandartes.
Intolerante es la autoridad universitaria que niega cursos a profesores titulares, claramente acreditados, pero que no son de su agrado, que sólo se rodea y llama a su “argollita”, a su “gentita”, adláteres o adulones a su pensamiento, segregando y vetando todo lo que le sea diferente a riesgo de abrogar los principios democráticos más básicos. “Members only”.
Intolerante es aquel que quiere instituciones monocordes, sin admitir ni aceptar una pizca de diferencia en el pensamiento, logrando que en una comunidad solo se pueda hablar a media voz, con temor y en permanente represión.
Intolerante es el que, frente a su incapacidad profesional, cree ver en sus colegas agentes del diablo, sin caer en cuenta que representa, en sí mismo, a un pobre diablo.
Intolerante es aquella o aquel magistrado incapaz de consensuar una posición común con sus colegas en un colegiado, y que siempre es el dueño de la pelota que, como niñato engreído, se llevará a casa si es que no le siguen la cuerda.

¿Cómo superar estos factores negativos en la construcción de una sociedad verdaderamente democrática y con pleno ejercicio de los valores esenciales que la vida en democracia debe proyectar un Estado de Derecho?

 

Intolerantes y falsarios son aquellos que ven fantasmas paranoides por todo lado, el que se inventa cargos para los que nunca ha sido designado conforme a la Constitución, posiciones y títulos que no tienen y le echan la culpa a la secretaria por “error de tipeo”, pero luego traspasa y difunde sus proyectos de resolución a las fuentes del poder real o del poder mediático, traicionando a sus colegas y a la propia ley. Finalmente, son tan falsarios e intolerantes que, en aras del culto a su propia persona, rompiendo toda barrera de moralidad, terminan plagiando groseramente a sus discípulos y asistentes, haciendo pasar por suyas las ideas y conceptos intelectuales que le son ajenos y lejanos. Se debe recordar aquella máxima española atribuida a Unamuno: “Lo que natura no da, Salamanca no lo presta…”.
Intolerante es la autoridad que solo le exige el supuesto y estricto cumplimiento de la ley a un grupo de personas, volteando hacia el otro lado cuando se trate de otro grupo de personas; el que persigue con fiereza dentro de una justicia selectiva y el que mezcla la política con los valores más puros de la justicia, deslegitimándola irremediablemente. La vieja máxima de la política, atribuida originalmente a los anarquistas italianos y que en América Latina ha tenido varias versiones: “Para mis amigos todos, para mis enemigos la ley…”
Intolerante es la autoridad universitaria que se llena la boca de democracia, de supuestos valores constitucionales y de derechos fundamentales, pero termina su carrera en el oprobio jaloneándose malamente con jóvenes alumnos y con alumnas hartos de ser impunemente exaccionados en sus pensiones universitarias con moras y multas inexistentes que luego, cándidamente, reconoce sin rubor.
Intolerante es el que se apropia de un cargo desde el cual descarga sus fobias, dando amoroso cobijo a sus filias, sacrificando el conocimiento y la experiencia de una escuela de pensamiento, vetando y proscribiendo a quienes no considera de su laya dignos de ser llamados a su paraíso, cual fariseo en sepulcro blanqueado.
Intolerante es aquel que hace de la patería con los alumnos una eterna chupindanga con un culto a su egocéntrica personalidad, aún dentro de un centro educativo -lo que es contrario a la ley y a los reglamentos de la universidad- pero que luego desde las redes sociales y el chisme sanciona con la vara de la impostada honestidad y supuesto ejemplo de vida a quienes no son de su gusto, o de su pensamiento político radical practicando el veto y el negacionismo.
Intolerante es aquel pequeño penalista intrascendente que, a sabiendas de que un brillante colega ha sido absuelto de una injusta y oprobiosa acusación, hace el triste papel de promover una nueva acusación, por los mismos hechos, sin respeto alguno por la cosa juzgada y por el principio esencial del non bis in idem (no puede haber doble perjuicio por los mismos hechos) forzando la renuncia de un excepcional profesor e investigador universitario.
¿Cómo superar estos factores negativos en la construcción de una sociedad verdaderamente democrática y con pleno ejercicio de los valores esenciales que la vida en democracia debe proyectar un Estado de Derecho? No es únicamente un problema de educación, porque muchos de los y las intolerantes son gente culta y preparada. Es un sentimiento mucho más profundo que se anida en las raíces del alma humana que quiere solo para sí lo que no reconoce a los demás, y que solo podrá ser superado con una verdadera docencia y liderazgo de vida, dejando de crear y creer en falsificados valores y artificiosos mitos. Y esa docencia y liderazgo incluye la comprensión de que los intolerantes, para bien, debieran ser solo una minoría, y que -después de todo- también sea tolerada y no reprimida como las minorías que él, profundamente, rechaza y reprime con tanta intolerancia.

 

Una sociedad democrática no se puede hacer, en un Estado de derecho, con la primacía de la intolerancia, ni con el auge de los intolerantes, sino con la participación ecuménica de toda la sociedad,

Como ha recordado Gonzalo Torres, en medio del Siglo XIX, en plena discusión sobre la libertad de quienes eran reducidos injustamente como esclavos -seres humanos sometidos a castigos físicos, privados de su libertad, forzados al trabajo sin paga, sin derecho su familia, ni a su patrimonio, ni tan siquiera a propia vida- por la sola razón del color de piel, se dijo: “¡No, Misiá Jacoba, cómo va a ser! ¿Qué Castilla les dio libertad a los negros? ¿Hasta cuándo vamos a estar adoptando modas extranjeras?  Por eso estamos como estamos en esta Guerra Civil, cada vez más degradados moralmente; ahora los negros nos van a imponer sus sucias costumbres, quizás hasta nos … uy, no; ¡Dios nos ampare! Estos inmundos ni siquiera tienen alma. ¿Quién nos va a servir y cocinar y cosechar y sembrar? (…) mejor que los manden de vuelta al África. ¡Negros cochinos!”.
            Ochenta años más tarde de aquello, en el primer tercio del Siglo XX, con ocasión del debate sobre el divorcio vincular, ya en el Siglo XX, se escuchó: “¡Habrase visto, don Pablo, ahora han permitido el divorcio y es absoluto! Seguro que este mocho de Sánchez Cerro lo ha hecho a título personal pues tiene una querida. Eso ni dudarlo. Le apuesto una cena en el Club que ahora esta ciudad comienza a ser una casa de citas. ¡La degradación moral! ¡Lima la licenciosa! Eso no sigue el orden natural de las cosas donde el matrimonio es para toda la vida. ¡Hasta los animales escogen una sola pareja!  Ah, y les diré a mis hijos que no se junten nunca con el primer hijo de divorciados que se encuentren por ahí. ¡Pobre apestado!”.
            Veinticinco años más tarde, sobre los años ’50, a raíz de la determinación del voto femenino (hasta entonces negado por un sistema constitucional que -sin embargo- proclamaba el derecho a la igualdad desde 1821), se argumentó: “Dígame Ud. ¿Quién fue el senador que redactó esa ley de voto a las mujeres para decirle un par de verdades? Fíjese, las mujeres tienen un solo ámbito natural y ese es la casa. No hay derecho que las damas tengan ahora ese derecho. ¡Qué sabrán las mujeres de política! ¿Qué falta ahora? ¿Qué los analfabetos voten? Además, las mujeres cuando están en ese estado de desequilibrio fisiológico mensual no están en su sano juicio como para emitir un voto responsable. ¿Qué me está diciendo, que ahora también pueden ser elegidas al Congreso? ¡Me está doliendo la gota en este instante!”.
            Y pasaron otros veinticinco años y los analfabetos votaron. Treinta años después se reconoció el postergado voto a los militares y a los policías.  Y la sociedad peruana no se corrompió, ni se envileció, ni se degradó porque en casi 150 años se aboliera la esclavitud y los afrodescendientes  fueran tratados como seres iguales, porque el divorcio sea una institución del derecho familiar, porque se reconociese -tardíamente- el derecho al voto femenino sin que la política se vuelva perniciosa, porque hubiesen autoridades -incluyendo congresistas, ministras y candidatas a la presidencia, y presidentes- mujeres, ni el país fue al abismo porque los analfabetos (que aún existen), las FFAA y las FFPP tuvieran acceso al elemental voto ciudadano.
Fue Pedro de Vega, quien en 2003 dijo, en Sevilla, con ocasión de su brillante discurso de inauguración del VIII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, ante un entonces Príncipe Felipe  VI, que: “Una sociedad democrática no es aquella en que todos sus integrantes piensen igual, o sientan igual, sino aquella en que pese a la natural diversidad de las personas, encuentren puntos comunes básicos de respeto, tolerancia e igualdad que les permita convivir en paz encontrando un elemental desarrollo común en sociedad”.
Una sociedad democrática no se puede hacer, en un Estado de derecho, con la primacía de la intolerancia, ni con el auge de los intolerantes, sino con la participación ecuménica de toda la sociedad, de todo el saber, de toda nuestra inteligencia, sin excepción, y no solamente con la de unos iluminados que se preservan a sí mismos, como en rediles, en reatas o en cotos de caza. Una verdadera sociedad democrática debería ser abierta a todas las tendencias, a todas las posiciones, a todas las ideas y a todas las oportunidades. En nuestro medio, lamentablemente, aún es una difícil tarea pendiente de construcción. Cuando los hombres y las mujeres buenas -en el buen sentido de la palabra, al decir de Machado- y de buena voluntad superen y reemplacen a los intolerantes, quizás entonces -y sólo entonces- habremos avanzado alguito.

(*) Jurista. Profesor Principal PUCP y de la U. de Lima. Profesor en la UPC y en la UPSMP.

(**) Los Intolerantes I:  http://lcn.mah.mybluehost.me/2020/08/28/los-intolerantes/

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