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PETRO: EL GUERRILLERO DE CASTILLO

Escribe:  Luis Gonzales Posada.

 

Petro no solo se entromete en asuntos peruanos, sino que azuza a los insurgentes, una conducta propia de agitadores y no de un mandatario que enloda la histórica vinculación peruano-colombiana desde la gesta de la Independencia.

 

Cuando Gustavo Petro ganó las elecciones, pronunció un emotivo discurso demandando la libertad de los manifestantes detenidos por terrorismo, homicidio, tortura y actos vandálicos cometidos durante las violentas protestas antigubernamentales del 2020.
Sobre sus protegidos, los insurrectos denominados “la primera línea”, dijo que son “jóvenes encadenados, esposados, tratados como bandoleros, simplemente porque tenían esperanzas”, para luego solicitar su libertad al fiscal de la Nación, Francisco Barboza.
La respuesta del magistrado quedó registrada para la historia: “Si el presidente electo quiere buscar la liberación de jóvenes que cometieron delitos, debe pedirle el favor al Congreso para que cambie la ley, y no al fiscal general”.
Petro, sin embargo, siguió presionando, y afirmó que los violentistas “tienen derecho a pasar la Navidad con sus familias”, soslayando graves acusaciones fiscales, sentencias de jueces y que 379 policías resultaron heridos y tres murieron cumpliendo su deber de proteger a los ciudadanos.
No discutimos el legítimo derecho de los colombianos para protestar ante la errática y mediocre administración del mandatario Iván Duque, que culminó su periodo con 87 % de rechazo, tampoco que sancionen excesos represivos, pero en esas movilizaciones actuaron vándalos vinculados a la subversión, como ocurre en el Perú y antes ocurrió en Chile y Ecuador.
Esas bandas extremistas destruyeron los sistemas de transportes masivos de Bogotá, Cali, Barranquilla y Bucaramanga. Asaltaron comisarías y bloquearon carreteras, un lapso trágico en que murieron setenta personas.
Uno de los audios de centenares de interceptaciones legales registra la grabación telefónica entre un excombatiente de las FARC con una mujer de nombre Daniela, quien amenaza eufórica: “Algo tienen que hacer con ese gobernador habla mierda, ir a quebrarle la Gobernación o la casa a ese hijo de puta. Vamos a tirarle molotov”.
Luego agrega “Si alguien de verdad quiere hacer algo por este país, que le tire una granada a ese tipo, que le estalle, que vuele. Quiero ver que me caiga la sangre de él. Toca convocar a toda la ‘primera línea’, para que sientan la presión”. (La Semana, Colombia.)
Los expedientes acusatorios contra los insurrectos que protege Petro establecen que “han transitado al uso del terrorismo como el mecanismo para causar daño al sistema político y daños colaterales al bloquear, destruir y afectar vías y medios de transportes, bienes públicos y privados mediante el uso de todo tipo de armas y explosivos”. Los reportes agregan que estaban vinculados con guerrilleros del ELN y de las FARC, y que recibían apoyo logístico y económico de los carteles de la droga.
Quizás Petro piensa que los desmanes en el Perú son similares a los que sucedieron en su patria – que él estimuló – y por ello se identifica con las turbas que reconocen a Castillo como presidente, agregando el disparate que el exmandatario se encuentra preso “sin juez y sin defensa”.
Al hacerlo, Petro no solo se entromete en asuntos peruanos, sino que azuza a los insurgentes, una conducta propia de agitadores y no de un mandatario que enloda la histórica vinculación peruano-colombiana desde la gesta de la Independencia. Soslaya, asimismo, que compartimos una frontera común de 1400 kilómetros, la Alianza del Pacífico, acuerdos comerciales, de integración, de inversiones y una población que se desplaza fraternalmente en ambos territorios.
Petro no destruirá esos vínculos. Sus desleales ataques contra nuestra democracia demuestran que el ex guerrillero del M-19 y protector de las hordas de la “primera línea” sólo es un súbdito del socialismo del siglo XXI, alineado con regímenes corruptos y dictatoriales que no proyectan el espíritu liberal y democrático de la gran Colombia

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