(El Montonero).- Quizá una manera de hallar una solución a la perpetua crisis política que enfrenta el Perú pasa por reflexionar y entender que el país enfrenta un proceso revolucionario que prosigue, no obstante el fallido golpe de Pedro Castillo y el fracaso de las olas de violencia insurreccional que pretendieron incendiar aeropuertos e instalar una asamblea constituyente.
Una reflexión para cambiar la política de la guerra de todos contra todos
Una pregunta clave sobre este asunto es sobre cuántas veces ganó el antisistema en el Perú. Si consideramos que el Ollanta Humala que pasó a la segunda vuelta en el 2006 y ganó las elecciones en el 2011 era un proyecto claramente antisistema tendremos una primera respuesta.
Se puede argüir que el Humala del 2011 fue morigerado por la intervención de Mario Vargas Llosa; sin embargo, toda la involución económica e institucional del país comenzó con el gobierno nacionalista. Desde el bloqueo de los proyectos Conga en Cajamarca y Tía María en Arequipa hasta la feroz burocratización del Estado para detener el capitalismo y las inversiones.
Según algunas proyecciones si el Perú hubiese seguido creciendo sobre el 6% –como en la primera década del nuevo milenio– hoy el país tendría un ingreso per cápita cercano a un país desarrollado. No fue así. La involución económica detuvo el capitalismo y el Estado burocrático bloqueó inversiones: de 15 procedimientos para una inversión minera se pasó a 265.
La revolución colectivista, al margen de nuestras voluntades e intenciones, empezó desde una década atrás, más allá de los intentos progresistas de construir una historia propia. El triunfo de Castillo en el 2021 no se puede entender sin esa involución económica, y el posterior intento de quebrar el Estado de derecho a través de la violencia golpista nos revela que el Perú enfrenta un proceso revolucionario que no se ha detenido.
Si el Perú enfrenta la posibilidad de un proceso revolucionario que podría acabar con conservadores, liberales, progresistas y caviares, ¿por qué los partidos, las bancadas legislativas, los políticos y actores públicos no se alinean para enfrentar esa amenaza?
La feroz guerra entre progresistas –que pretenden que no se cambie el sistema de control de instituciones que ellos desarrollaron– y el Ejecutivo y el Congreso ha llevado a absurdos políticos como el pretender utilizar la legítima rabia nacional contra el desborde de la ola criminal para adelantar las elecciones.
¿Acaso no se entiende que en ese tipo de enfrentamientos solo favorece al proceso revolucionario que se escenifica en nuestra sociedad desde una década atrás?
Cuando una sociedad desarrolla sus primeras fases de revolución industrial –como acaece en el Perú– el crecimiento lleva a reducir la pobreza significativamente; sin embargo, las diferencias sociales y las velocidades de crecimiento crean resentimientos que alimentan los procesos revolucionarios.
En ese contexto, cualquier retroceso o involución desata la impaciencia y la desesperación de amplios sectores que abandonaron la pobreza por temor a volver caer en el abismo de la exclusión social. De alguna manera algo de eso está pasando en el Perú.
Nuestra sociedad y los actores públicos, entonces, deberían recentrar sus objetivos y planes considerando que existe una amenaza que puede acabar con el Estado de derecho y sepultar la pluralidad política y las libertades.
Semejante reflexión y aproximación debería permitir un amplio abanico de convergencias y entendimientos que nos saquen del estado de polarización y enfrentamiento en donde todos se bloquean con todos y solo gana el proceso revolucionario que pretende llevarnos a la tragedia venezolana.